sábado, 14 de febrero de 2015

ANSELMO, COSAS Y HECHOS DE MI VIDA XXIX

Peñas de Islallana, La Rioja

Anselmo, cosas y hechos de mi vida XXIX


Lo que yo quería haber expresado en el capítulo anterior, es que el amor es un estado de delicadeza para con uno mismo y la persona amada; en tanto en cuanto se está enamorado no importan las diferencias sociales, ni la condición de raza o nacionalidad o religiosa, tampoco los niveles culturales son en exceso determinante, simplemente el enamorado o enamorada siente la atracción hacia la otra persona y se deja llevar por el deseo de permanecer a su lado, y la historia funciona por sí misma bajo el influjo de la atracción mutua. Tú me atraes, yo te atraigo y los dos unidos nos encontramos bien, no hacen falta ni justificaciones, ni excusas, ni argumentos banales; esas zarandajas vienen después, con el tiempo, cuando el amor empieza a resquebrajarse en base a pequeños desencuentros, las más de las ocasiones propiciados por el ambiente social y familiar, que en una relación normalizada de la pareja unida en sí misma, complementándose, no deberían producirse jamás.


La sutileza del amor es de cristal
Cuando la familia entra de lleno en las relaciones de la pareja, se interesa casi exclusivamente en la situación económica de la otra parte, y cuando desde la familia se “siembran” los prejuicios de raza, nacionalidad, religiosos y posición social la pareja inicia el declive en su armonía amorosa, para convertirla en un conjunto de intereses que a partir de ese momento dominarán su relación en el tiempo por llegar. Pero hete ahí que el amor ha sido fulminado, a partir de ese momento ya sólo se complementarán en los aspectos externos: económicos, hogar, trabajo, amistades interesadas y también la prole, por aquello de integrarse de un modo definitivo en la llamada sociedad de adultos. El supremo concepto de la complementariedad espiritual de los seres ha sido borrado de sus corazones y el amor termina en el penoso campo del olvido. Triste destino el de los matrimonios que acaban expulsando al amor de sus hogares, para instalar la mal traída y peor llevada competitividad entre la pareja, para convertirse en seres mecánicos practicando aquello que subterfugiamente llaman hacer el amor.


El amor el blanco
Yo siempre he tenido un cuidado exquisito en separar mi relación con la pareja y las obligadas relaciones familiares. Mientras que nuestra relación era deseada, libre y bienvenida, las de los familiares eran impuestas, obligadas y de mal llevar. No es que la suegra sea, no es que el suegro sea, no es que los cuñados sean, son los miembros de la familia al completo, incluidos padres y hermanos, quienes insisten para que el amor se rompa en la pareja, no quieren gente feliz a su lado porque ellos no lo son, y sus ataques son sistemáticos a la línea de flotación del amor y los sentimientos a base de consejos y consejas de viejos con experiencia, de gente sesuda que asegura saber muy bien cuáles son las necesidades reales de la vida. El amor no ocupa ningún espacio en ellos, el amor fue abandonado a su suerte el mismo día de su boda como mucho tardar, el amor es una sabandija que no sirve nada más que para dar disgustos. Pues yo digo ¡no!, que no da disgustos el amor, nos los trae el desamor por más que se empecinen en justificarlo bajo la excusa del bienestar económico, así de dolorosa puede llegar a ser la vida en una sociedad llena de invidentes amorosos.


Corredor de caminos sobre la nieve es el amor
Cuando yo me enamoré de niño ni sabía que me había enamorado, supongo que a ella le sucedía lo mismo; no teníamos obligaciones, no teníamos prejuicios y nos dedicábamos a estar uno al lado del otro porque nos complacía. Jugábamos y hablábamos de nuestras historias porque nos gustaba estar juntos, comunicarnos y reírnos, ¿sí los dos estábamos bien cuando coincidíamos, por qué íbamos a estar separados?, incluso en la época en la que nos rompimos un brazo casi simultáneamente y la gente del pueblo se reía de nosotros viéndonos los brazos en cabestrillo. “Míralos, –decían, -se quieren tanto que hasta se rompen el brazo a la vez”. Fueron estos comentarios los que propiciaron que ella y yo tomáramos conciencia de nuestra atracción mutua, porque hasta aquel momento habíamos ejercido por puro reflejo amoroso. Tampoco cambiaron demasiado las cosas, teníamos entre cuatro y seis y no estábamos para seguirle la corriente a la gente mayor, en el fondo nos daba igual lo que pudieran comentar.


Cosa de dos, es el amor y el mundo a sus pies
No es que yo sea partidario del amor ingenuo, pero sí entiendo que en el amor existe una parte muy dinámica y vital que fluye desde el interior de la persona, sin que apenas sea percibido por el consciente del ser humano y que posee una influencia notoria en el desarrollo del proceso amoroso, cuando todavía la pareja está libre de los prejuicios impuestos por sus familiares. Me refiero en concreto al fenómeno de la espontaneidad, que se aproxima en gran medida a las formas de actuar y reaccionar de la infancia, siempre con la sonrisa por delante, sorpresivamente, incluso atropellando, con los brazos abiertos, las manos abiertas, con el cuerpo en continua vibración. Estas vibraciones yo las he sentido en bastantes ocasiones en mi vida, las he gozado, y, a vosotros, ¿os ha sucedido alguna vez?, supongo que vuestra respuesta es afirmativa. Pues reflexionar unos minutos y comprended el gran componente ingenuo que puede llegar a tener el amor.  

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