sábado, 24 de enero de 2015

EL PARQUE


Quinto Puente sobre el  Ebro, Logroño. Varea.



El Parque


Se adentró en el parque del Ebro desde la calle de Madre de Dios. Con las manos en los bolsillos del pantalón caminaba arrastrando los pies e iba pensando en no se sabe bien qué cosas, de las suyas, de esas que por norma asustan a cualquier persona mediocre. No en vano tenía fama de ser hombre extraño e inconformista, a parte de otras famas, y sus ideas rara vez coincidían con las de la generalidad de la basca. Sin proponérselo se había destacado por poseer una muy personal forma de ver las cosas y, por supuesto, en los momentos de analizarlas era capaz de concluir de forma sorprendente para el común de las gentes. No había pasado de los veinticuatro años y ya le llamaban excéntrico, a él no le importaba, incluso le divertía, si bien le dejaba un cierto regusto amargo la estulticia del personal. Había asumido que así sería toda la vida y lo único que en verdad le importaba era vivir su propia vida personal en sí mismo, vibrar ante el amor, sentirlo desprendiéndose en la posesión. Era joven y debía sentir su impulso vital, vivir, vivir, vivir sintiendo.

El río bajaba galopando, las lluvias intensas de la semana pasada habían aumentado considerablemente su caudal y las aguas saltaban por encima de la pequeña presa de la hidroeléctrica interpretando su concierto estruendoso. Se acercó a la barandilla y allí permaneció hablando con ellas, a ratos les contaba no se sabe bien que historias o bien escuchaba ensimismado el poderoso concierto, persiguiendo con la vista los remolinos que vertiginosos descendían río abajo perdiéndose entre las sombras. En la isleta central las cigüeñas hacían guardia, encaramadas en sus nidos, sosteniéndose eternamente en equilibrio sobre una de sus patas, pasaban la noche, una noche más, al amparo de la luna creciente. Abajo, confundidos con la maleza, los patos acurrucados en sus nidos descansaban, en estas fechas estarían engüerando sus nidadas. Luego continuó su deambular por el paseo río arriba, con la mano derecha golpeaba en la barandilla y paulatinamente fue cambiando el concierto de las aguas por el concierto metálico, cuando llegó al puente de piedra el sonido de las aguas en la presa era un murmullo lejano.

Siete arcadas en piedra de sillería de hermoso y esbelto trazado, seis pies sumergidos en el agua y dos en la tierra firme sustentándoles, conformaban la equilibrada arquitectura del puente, que permanecía impasible ante el ímpetu de las aguas deslizándose bajo los vanos. A las sombras del primer ojo se paró de nuevo, ninguna prisa, no tenía sueño, ni hambre, ni inquietudes que pudieran desestabilizarle. En su mente una sombra y una luz, la sombra de un planeta desconocido y la luz de una luz olvidada, que en aquella noche había revivido en su mente con la fuerza de la premonición, con el poderío que sólo la luz del alma posee en la revelación. Y la luz en la piedra iluminó el texto escrito en caracteres arábigos: “He visto a Dik al-Yinn expulsado de su paraíso”, “Abd al-Wahhab al-Bayati”. El tiempo de leerlo y la visión desapareció, luego la luz y el planeta, luego el planeta y el paraíso perdido, luego la zozobra en la mente, luego el naufragio existencial, luego las cenizas de la experimentación.

Reinició su camino entrando en el parque, las escaleras y rampas de acceso al puente permanecían en penumbras, y una larga hilera de bancales de hormigón delimitaba el parque con la zona inundable del soto, en aquellos momentos anegado por el agua, donde sauces y chopos luchaban contra la corriente por sobrevivir. En una zona cercana a donde se encontraba y formando un amplio triángulo en la hierba, una pequeña concentración de álamos blancos bamboleaban sus hojas al ritmo de la brisa, lanzando intermitentes reflejos de luz a las estrellas colgadas en el cielo. Muy cerca de los álamos una formación de setos, cotoneaste, hacía florecer miríadas de diminutas flores blancas, premonitoras de un otoño cargado de frutos rojos, que serán alimento para los pajarillos en el largo invierno. Al lado de la carretera, siguiendo su delimitación, frágiles cipreses denunciaban su corta vida, carecían de vigor, parecían estar enfermos; aquí, allá, más allá, acullá, algunos ejemplares de chopos viejos imponían sus frondas incipientes de primavera, complementándose con magníficos sauces llorones que armonizaban y rompían la larga geometría del puente de hierro.

El puente, el puente de hierro que es una preciosa obra de ingeniería del diecinueve, soportado por pilotes redondos de piedra revestida de chapas de acero sujetadas con remaches, miles de remaches a lo largo y ancho de su estructura le dan un aspecto como de estar picado de viruela. Nueva parada bajo el puente, nueva “no acción” en su mente, nuevo saber abandonarse al lenguaje del espíritu, nuevo encuentro con la armonía del entorno y  con la del alma del hombre. Una gran piedra de canto rodado le serviría de asiento, bajo el puente, al lado de la hiedra que hay plantada bajo el puente y que brilla bajo la luna creciente, bajo el puente las manos del hombre abiertas a un suspiro y que brillan bajo la luz de la luna creciente. Y en el hormigón, de un murete que conforma una plataforma frente a él, la luz, otra vez la luz, dejó entrever el texto escrito en letras arábigas: “He visto a Dik al-Yinn expulsado de su paraíso”, “Abd al-Wahhab al-Bayati”. El tiempo de leerlo y la visión desapareció, luego la luz y el planeta, luego el planeta y el paraíso perdido, luego la zozobra en la mente, luego el naufragio existencial, luego las cenizas de la experimentación.

Detrás de la bancada de hormigo, en la primera fila, todavía dentro del parque, los sauces llorones desparramaban melancolía a la luz de la luna creciente, y en la zona inundable del amplio cauce chopos y sauces continuaban su lucha contra la fuerza de las aguas. En un claro del sotobosque se veía una armoniosa construcción triangular de madera, imitando una vieja atalaya; soportaba varios nidos de cigüeñas con sus moradores encaramados, que dejaban pasar las horas de la noche para lanzarse al vuelo a los primeros rayos del sol. Caminaba sobre la hierba no queriendo hacer ningún ruido, escuchando los sonidos de la noche, palpando el gran latido del universo -el silencio sinónimo de armonía -, y aquella era la vivencia de la armonía sentida en el instante preciso, que se había expandido desde su alma para llenar todo su ser,  todo su cuerpo. Y el parque era la expresión conjunta de natura y hombre, donde el hombre se muestra como un extensión más de la creación; hombre y natura donde los elementos que le adornan y lo componen son un complemento necesario de la extensión hombre, por supuesto diferenciados los primeros del segundo, pero no antagónicos, ni inferiores ni superiores, simplemente complementarios.

Una larga hilera de árboles, cuyo nombre y especie desconocía, mostraban desnudos sus troncos y delimitaban el camino de tierra y piedra,  a su lado una pequeña escultura en homenaje a Gabriel Celaya, el poeta de Hernani, en acero y granito negro, emergía desde la hierba, recordándole la hermosa cadencia de la palabra poética. La poesía es un arma cargada de coraje, pensó. Acarició la escultura y al pronto se puso a recitar a García Lorca: “verde que te quiero verde”; sobre la hierba se le apareció la figura de dos lagartos llorando, estaban triste, al parecer buscaban un anillo de desposados. Poco más adelante un grupo de olmos siberianos, sustitutos del olmo ibérico desparecido por la grafiosis, saludaban estoicamente a la noche; cerca de ellos, un gran círculo de hibiscos de Siria se aprestaban a mostrar sus ornamentos de flores en forma de campánulas rosas y moradas; y más hacia arriba, hacia su izquierda, otro pequeño grupo de pinos negrales permanecían ausentes, parecían que hubieran sido trasplantados desde la sierra; aquel no era su ambiente, se les notaba que no estaban a gusto. En torno a la base de la alta chimenea, de una vieja fábrica que antaño ocupara aquella zona, convergían varios caminos en una plazoleta redonda; nuevo nido de cigüeñas en lo alto con dos vigías, atestiguando que la colonia de esta especie, en la ciudad de Logroño, acoge un buen número de ejemplares.

Desde la parte alta, al lado de una palmera, permaneció contemplando los reflejos de la luna creciente en el estanque a través de las adelfas. Ahora dejaba que fuera la luz quien hablara, quien le pusiera al descubierto los ocultos afanes de su alma, quien le mostrara la rosa de los vientos cuya dirección marcando el norte tenía olvidada, quien le marcara el camino para reiniciar su larga marcha de nómada. Al pronto sintió una convulsión y de nuevo la luz, otra vez la luz, dejó entrever el texto escrito en letras arábigas: “He visto a Dik al-Yinn expulsado de su paraíso”, “Abd al-Wahhab al-Bayati”. El tiempo de leerlo y la visión desapareció, luego la luz y el planeta, luego el planeta y el paraíso perdido, luego la zozobra en la mente, luego el naufragio existencial, luego las cenizas de la experimentación.

Las higueras aún permanecían desnudas, sin hojas, no obstante podían verse los botones que acabarían convirtiéndose en suculentas brevas, la primera cosecha, allá por el mes de junio; en poco días se revestirán de grandes hojas, tersas, verde oscuro, proporcionando un cobijo fresco en el verano. Al acercarse a la nueva pasarela desvió el camino, aquella construcción le parecía inarmónica, pretenciosa, prefería no usarla nunca y desde luego en sus paseos la obviaba. No quería ver lo feo, ya tenía bastante con sobrevivir en la vorágine del entramado social, con soportar la fealdad del alma de la mayoría de los hombres, y sintió pena por el arquitecto, máxime a sabiendas de que era una mala fotocopia de un puente sobre una autopista canadiense. Se paró al lado del palomar, donde los tilos derraman su aroma y otros álamos blancos mecían sus hojas a la luz de la luna creciente, aquí allá algunas palmeras y setos de arbustos se repetían. Extendió la mirada a lo largo del parque y sobre las aguas del río en su turbulento descenso; turbias de barro bajaban bravas, bramando, amenazantes. Pero las aguas también hablan en el silencio de la noche, “metamorfosis”, era la única palabra que pudo interpretar. Metamorfosis en el hombre y en el agua se dijo a sí mismo.

Luego fue descendiendo lentamente a la orilla, hacia el rincón donde el parque terminaba antes de la última ampliación. Al píe de la plataforma de hormigón que sirve de mirador, se sentó en los bancos corridos que delimitan el parque, allí el río crecido penetraba hasta la misma base de la bancada y casi podía tocarse el agua. Llevaba la voz alta, allí el río llevaba la voz alta, su voz de bajo iba salpicando viejas canciones, canciones inmemoriales del eterno latir del corazón de las aguas, cuyos suspiros inventaron el llanto. Llanto que milenios después adoptaron los hombres para combatir la congoja, también para explayarse en su emociones; llanto que nace por si mismo lavando la cara de los niños, que acaricia el rostro de la mujer afligida; llanto, en definitiva, que adorna la dura expresión de las facciones de los hombres.

De pie, frente al muro de la gran terraza, la luna creciente le lavaba el rostro, se desprendió de la pequeña mochila depositándola en el suelo, el eterno suelo tierra que soporta al río, al agua, las nieves; también soporta al hombre con su mal hacer, su peor sentir, sus ansias de poder que le limitan como hombre, ya que el ejercicio sistemático del poder destruye su hombría, la esencialidad de su ser. La palabra clave, la maravillosa palabra metamorfosis permanecía clavada en su mente, como un diamante de fuego iluminaba la metamorfosis permanente en el hombre, para seguir siendo hombre de la evolución, para continuar cambiando y transformándose permanentemente. Metamorfosis en el rotundo ser de la juventud, para llegar a la madurez de hombre o de mujer, dependiendo del sexo. Metamorfosis en el corazón para llegar a la plenitud en el amor, que tanto se persigue.

La luna creciente le lavaba el rostro, el canto del río adornaba sus oídos, la armonía del entorno permanecía en concordancia con su armonía interna, el silencio era la voz de su alma presta a expresarse… Al pronto sintió una convulsión y de nuevo la luz, otra vez la luz, dejó ver el texto escrito en letras arábigas: “He visto a Dik al-Yinn expulsado de su paraíso”, “Abd al-Wahhab al-Bayati”. El mensaje ocupaba un gran espacio del muro, letras grandes que podían leerse a gran distancia permanecieron largo tiempo y él pudo leerlo repetidamente, luego la visión desapareció, luego la luz y de nuevo el planeta, luego de nuevo el planeta y el paraíso perdido, luego la zozobra en la mente, luego el naufragio existencial, luego las cenizas de la experimentación. Y allí permaneció, quieto, quieto frente al muro, sin parpadear, intentando comprender el absurdo, y una brizna de viento le habló al oído, en silencio, como una caricia, y al pronto surgió la frase desde adentro de su alma.

Se precipitó sobre la mochila y con las manos temblando tomó el aerosol de pintura verde musgo; en verdad le temblaba el cuerpo producto de la excitación, era como estar sin estar, era como sentir siendo el sentimiento, era como ver sin ver con los ojos cerrados, era la introspección haciéndose dueña de su ser. “EN ALGÚN LUGAR DEL COSMOS EXISTIRÁ UN PLANETA MÁS HUMANO”. Eran letras grandes, en mayúsculas, de caracteres arábigos, que podían leerse con facilidad a gran distancia. Era la reivindicación, que un joven de veinticuatro años hacia en nombre de los hombres del planeta para todos los hombres. Era la verdad de que este planeta está mal y de ello somos responsables los hombre de la Tierra. Era la convicción de que merced al esfuerzo de los seres humanos, arreglaremos las chapuzas de unos cuantos no-hombres. Era el grito del ser vital, lanzado en nombre de la vitalidad de nuestro hermoso planeta.

Salió del parque por el rincón que da a la carretera del Cristo, pasando al lado de grandes plátanos y castaños de indias, la hiedra en el muro lo adornaba de vida dotándoles de matices verdes, y grupos de adelfas alargaban sus brazos a modo de saludo. Ascendió las escaleras y se perdió por el entramado de calles en dirección a su domicilio. A la mañana siguiente un grupo de jubilados, de los que salen a caminar para batir no se sabe bien que records, despotricaba contra el bárbaro que había manchado la impoluta pared del muro, y como no podía ser menos, llamaron a la policía municipal que se personó inmediatamente. Allá se pasaron la mañana diciendo barbaridades, pero eso sí, ninguno fue capaz de reparar en el sentido de la frase, que en color verde musgo había sido escrita, para atormentar las conciencia de los habitantes de la Tierra. Queramos que no, para desgracia de los hombres, este planeta está lleno de cobardes, que, ante los problemas, por costumbre obvian su responsabilidad mirando hacia otro lado, despotricando contra la inocencia de la verdad acusadora.


No hay comentarios:

Publicar un comentario