sábado, 17 de enero de 2015

ANSELMO, COSAS Y HECHOS DE MI VIDA, XXVI

girasoles en Martialay

Anselmo, cosas y hechos de mi vida XXVI


Cuando yo era niño en el entorno de mi pueblo había poesía por doquier; porque yo tuve la fortuna de nacer en un lugar privilegiado, aún y cuando la pobreza, a consecuencia de la Guerra Civil, seguía haciendo estragos; pero no importaba, allí había poesía y yo la veía con mis ojos de niño, de poeta niño más concretamente, que se abrían a la vida espantados de tanto luz que el sol nos regalaba en el verano o en el invierno aunque en este tiempo se levantase perezoso y le costaba erguirse en lo alto del cielo azul; tanto en estas dos estaciones como en otoño y primavera, había poesía en el sol, eternamente existe poesía en el sol. También la había en las estrellas que parpadeaban con insistencia en aquellos cielos nocturnos de mi infancia y que yo nunca olvidaré, pues se quedaron grabados a fuego en la mente eterna de mi ser poético. También había poesía en nuestros juegos infantiles, en nuestras risas que nunca tenían final y en nuestros enfados por puro ingenuos; había poesía en el abrevadero que humilde esperaba a las yuntas para satisfacer su sed, en las caballerías y los bueyes pastando o sesteando en la dehesa; había poesía en la forma de vida de las gentes que se atenían a la normativa de los usos y costumbres, ya fuera en el trabajo, en lo tocante a la vida cotidiana y ya fuese en los momentos festivos.


Visión en amarillo
La poesía inundaba el pueblo, su entorno, los montes y en especial los llanos en los que se asomaban y crecían trillones de espigas del cereal bamboleándose al viento, salpicadas aquí y acullá por el rojo purpúreo de las amapolas. En el cansino caminar de los arrieros en pos de su carro, en el estar de los pastores cubiertos con su manta con el rebaño extendido frente a él y su perro, en el agua del arroyo que pausada descendía camino del mar lejano, en las eneas que se erguían mostrando pomposas sus macizos marrones, en los caminos que se inundaban de charcos en los meses lluviosos donde los cielos y la luna se remiraban mostrando la humildad de los astros, en el tomillo y el espliego, en el cardo y la aulaga, en la retama y la mimbrera, había poesía en las miradas de todos los niños, en la de Loles y en la mía.


la ciudad arruinada
En este sentido la llegada a la ciudad fue un palo muy fuerte, como a Bécquer me sucedió; la gran ciudad era oscura, triste, abigarrada, apesadum- bradas sus gentes caminaban con prisas, con un deje de desconfianza. Las risas eran como impos- tadas, no francas; muchos niños tenían la mirada aviesa y el ceño fruncido, las gentes mayores caminaban con prisas y no se saludaban entre ellos, y había mucha basca en los bares bebiendo como posesos un vino tras de otro, las tabernas siempre estaban llenas hasta los topes. La poesía desapareció de mi entorno como por arte de birlibirloque, durante muchos años no supe nada de ella si no era cuando salía al campo, paseaba por la orilla del río Ebro o del Iregua o cuando retornaba al pueblo en los veranos. Necesitaba la poesía de la naturaleza y no la tenía a mano, para encontrarla debía caminar, evadirme, era necesario huir del mundanal ruido de la ciudad. También había huido la poesía de la noche, la contaminación lumínica creaba una barrera imposible de traspasar y los cielos estaban agazapados tras de ella. Visto lo cual, durante varios años decidí olvidarme de la poesía, de mis momentos poéticos, de la poesía visual que se asoma espontáneamente ante los ojos del poeta, de la poesía de la naturaleza que humilde se muestra a las almas sensitivas.


lejos de mí
Fueron necesarios varios lustros para que yo entendiera algo de eso que llamamos poesía de la ciudad, urbana, con más exactitud. Tuve que hacer una especie de reset en mi mente, apagar y encender de nuevo ni sé en cuantas ocasiones, tampoco puedo precisar el tiempo que duró lo del reseteo mental. Sólo sé que un día me desperté siendo urbanitas, en consecuencia aprendí a entender aquello de la poesía urbana, pero me desconsolaba la poesía que se estaba escribiendo con ese pretexto de por medio; me dio en la mente de que no era mi tema, le percibía vacuo, entonces aprendí a distanciarme de aquellos poetas y dediqué mi tiempo a dejar pasar el tiempo, así, como el que no quiere la cosa. ¡Qué belleza!, de pronto surgió de improviso, como asustándome, inquietándome a más no poder, la gran poesía del silencio se adueñó de mí una tarde del mes de marzo en la que hice novillos en el cole. Estaba en el Pozo Cubillas, en el lugar donde muchas años más tarde se suicidaría una amiga; dilatando el tiempo veía pasar el agua del Ebro y escuchaba su cantarina voz, que se armonizaba con el murmullos de las primeras hojas de los árboles arrullados por la brisa de la tarde; de cuando en cuando el trino de algún pájaro: verderones, currucas, pinzones, gloritos, etc se sumaba al concierto, y yo, dejándome llevar por el momento, me puse a cantar una canción inventándome la letra sobre la marcha.


Mis pies, sin más

Así es, cómo, al pronto, encontré la voz de mi alma bien envuelta en los sonidos de la creación, me la trajeron en volandas en medio de la tarde, sin importarme el castigo que había de recibir cuando mis padres se enterasen de los novillos que había hecho. Allí encontré mi voz, la de mi espíritu milenario, el ser de fuego y luz que en ocasiones abrasa mis vísceras para que el proceso creativo sea auténtico, universal, atemporal. Y tiempo y tiempo seguí callado porque no me atrevía a desnudar mi alma en público, horroroso pundonor de joven tímido.


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