girasoles en Martialay |
Anselmo, cosas y
hechos de mi vida XXVI
Cuando yo era niño en el entorno
de mi pueblo había poesía por doquier; porque yo tuve la fortuna de nacer en un
lugar privilegiado, aún y cuando la pobreza, a consecuencia de la Guerra Civil,
seguía haciendo estragos; pero no importaba, allí había poesía y yo la veía con
mis ojos de niño, de poeta niño más concretamente, que se abrían a la vida
espantados de tanto luz que el sol nos regalaba en el verano o en el invierno aunque
en este tiempo se levantase perezoso y le costaba erguirse en lo alto del cielo
azul; tanto en estas dos estaciones como en otoño y primavera, había poesía en el
sol, eternamente existe poesía en el sol. También la había en las estrellas que
parpadeaban con insistencia en aquellos cielos nocturnos de mi infancia y que
yo nunca olvidaré, pues se quedaron grabados a fuego en la mente eterna de mi
ser poético. También había poesía en nuestros juegos infantiles, en nuestras
risas que nunca tenían final y en nuestros enfados por puro ingenuos; había
poesía en el abrevadero que humilde esperaba a las yuntas para satisfacer su
sed, en las caballerías y los bueyes pastando o sesteando en la dehesa; había
poesía en la forma de vida de las gentes que se atenían a la normativa de los
usos y costumbres, ya fuera en el trabajo, en lo tocante a la vida cotidiana y
ya fuese en los momentos festivos.
Visión en amarillo |
La poesía inundaba el pueblo, su
entorno, los montes y en especial los llanos en los que se asomaban y crecían
trillones de espigas del cereal bamboleándose al viento, salpicadas aquí y
acullá por el rojo purpúreo de las amapolas. En el cansino caminar de los
arrieros en pos de su carro, en el estar de los pastores cubiertos con su manta
con el rebaño extendido frente a él y su perro, en el agua del arroyo que
pausada descendía camino del mar lejano, en las eneas que se erguían mostrando
pomposas sus macizos marrones, en los caminos que se inundaban de charcos en
los meses lluviosos donde los cielos y la luna se remiraban mostrando la
humildad de los astros, en el tomillo y el espliego, en el cardo y la aulaga,
en la retama y la mimbrera, había poesía en las miradas de todos los niños, en
la de Loles y en la mía.
la ciudad arruinada |
En este sentido la llegada a la
ciudad fue un palo muy fuerte, como a Bécquer me sucedió; la gran ciudad era
oscura, triste, abigarrada, apesadum- bradas sus gentes caminaban con prisas, con
un deje de desconfianza. Las risas eran como impos- tadas, no francas; muchos
niños tenían la mirada aviesa y el ceño fruncido, las gentes mayores caminaban
con prisas y no se saludaban entre ellos, y había mucha basca en los bares
bebiendo como posesos un vino tras de otro, las tabernas siempre estaban llenas
hasta los topes. La poesía desapareció de mi entorno como por arte de
birlibirloque, durante muchos años no supe nada de ella si no era cuando salía
al campo, paseaba por la orilla del río Ebro o del Iregua o cuando retornaba al
pueblo en los veranos. Necesitaba la poesía de la naturaleza y no la tenía a
mano, para encontrarla debía caminar, evadirme, era necesario huir del mundanal
ruido de la ciudad. También había huido la poesía de la noche, la contaminación
lumínica creaba una barrera imposible de traspasar y los cielos estaban
agazapados tras de ella. Visto lo cual, durante varios años decidí olvidarme de
la poesía, de mis momentos poéticos, de la poesía visual que se asoma
espontáneamente ante los ojos del poeta, de la poesía de la naturaleza que
humilde se muestra a las almas sensitivas.
lejos de mí |
Fueron necesarios varios lustros
para que yo entendiera algo de eso que llamamos poesía de la ciudad, urbana,
con más exactitud. Tuve que hacer una especie de reset en mi mente, apagar y
encender de nuevo ni sé en cuantas ocasiones, tampoco puedo precisar el tiempo
que duró lo del reseteo mental. Sólo sé que un día me desperté siendo
urbanitas, en consecuencia aprendí a entender aquello de la poesía urbana, pero
me desconsolaba la poesía que se estaba escribiendo con ese pretexto de por
medio; me dio en la mente de que no era mi tema, le percibía vacuo, entonces
aprendí a distanciarme de aquellos poetas y dediqué mi tiempo a dejar pasar el
tiempo, así, como el que no quiere la cosa. ¡Qué belleza!, de pronto surgió de
improviso, como asustándome, inquietándome a más no poder, la gran poesía del
silencio se adueñó de mí una tarde del mes de marzo en la que hice novillos en
el cole. Estaba en el Pozo Cubillas, en el lugar donde muchas años más tarde se
suicidaría una amiga; dilatando el tiempo veía pasar el agua del Ebro y
escuchaba su cantarina voz, que se armonizaba con el murmullos de las primeras
hojas de los árboles arrullados por la brisa de la tarde; de cuando en cuando
el trino de algún pájaro: verderones, currucas, pinzones, gloritos, etc se
sumaba al concierto, y yo, dejándome llevar por el momento, me puse a cantar
una canción inventándome la letra sobre la marcha.
Mis pies, sin más |
Así es, cómo, al pronto, encontré
la voz de mi alma bien envuelta en los sonidos de la creación, me la trajeron
en volandas en medio de la tarde, sin importarme el castigo que había de
recibir cuando mis padres se enterasen de los novillos que había hecho. Allí
encontré mi voz, la de mi espíritu milenario, el ser de fuego y luz que en
ocasiones abrasa mis vísceras para que el proceso creativo sea auténtico,
universal, atemporal. Y tiempo y tiempo seguí callado porque no me atrevía a
desnudar mi alma en público, horroroso pundonor de joven tímido.
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