viernes, 26 de diciembre de 2014

ANSELMO , NAVIDAD


Nota: el artículo lo escribí ayer a la tarde, surgió por sí mismo y yo me dejé llevar por el momento mágico. Digamos que en alguna forma implica un pequeño estudio etnográfico centrado en la celebración de la Navidad, en la década de los cincuenta del siglo pasado, por una familia de campesinos. Espero que disfrutéis leyéndolo. Anselmo. 

Ilustración bajada de Google.

Navidad

Lo de las navidades en el pueblo era otra historia diferente, máxime teniendo en cuenta que eran tiempos complicados para la supervivencia de las familias, que la economía tradicional soriana era harto limitada de recursos tanto económicos como alimenticios, en consecuencia se celebraba la Navidad de acuerdo con los escasos recursos existentes en la zona, a parte del inevitable pescado. Sin embargo los niños estábamos felices, teníamos vacaciones, andábamos a nuestro aire por el pueblo, libres de clases con la maestra desaparecida por la ciudad de Soria lejos de nosotros. Eran los tiempos de nevadas inenarrables, de hielo generoso, de sabañones en las manos, de tiritar nuestros diminutos cuerpos cubiertos con ropas deficientes y pantalones cortos para temperaturas tan extremas. A nosotros no nos importaba porque entre otras era lo que había, aguantábamos los fríos estoicamente pero nadie podía negarnos las alegrías del juego; ya tomaríamos conciencia de la realidad del trabajo cuando llegara el momento, por aquello de que ninguna generación ha renunciado jamás al testigo presentado por sus padres. Ley de vida: “los padres te alumbran, te cuidan durante tu niñez, pero tendrás que trabajar como lo demás lo han hecho y deberás continuar el ciclo de las generaciones”, insiste generación tras generación.


El día de Nochebuena los niños andábamos nerviosos, yo al menos, estábamos predispuestos a hacer cualquier recado con tal de que la gran cena tuviera el éxito esperado: comida súper abundante y exquisitamente aderezada por la madre, pues tenía una mano prodigiosa para la cocina; también para sus plantas ornamentales, aunque aquí no venga al caso. La madre se pasaba el día entero guisando en el antiguo hogar, moviendo por aquí y por allá sus pucheros de barro, cacerolas, ollas e incluso algún caldero; a la mañana daba preferencia a la comida del mediodía, pero ya iba combinando con algún cacharro conteniendo alimentos para la noche. Nada más terminar de comer y de fregar la vajilla se iniciaba la danza de los preparativos de la cena; por sistema, era un rito, el primer trofeo en caer era el consabido y gigantesco cardo, lo madre lo troceaba y las hermanas se afanaban en la limpieza bajo la consabida nube de protestas: “no hay derecho, siempre me toca a mí”, etc., de las que la madre hacía oídos sordos.



Pero montar una celebración de aquellas características dados los medios existentes no era baladí, llevaba mucho trabajo y paciencia y los hijos varones tampoco nos librábamos de aportar nuestra parte a la batalla de la cena por excelencia del año, que es lo que era la Nochebuena, porque en el pueblo apenas se celebraba la Nochevieja. Cuando no se trataba de ir a la tienda de la Topa, mote de la familia de la tendera, Los Topos, a comprar una lata de lo que fuera, nos mandaban a la casa de la tía a pedirle no sé sabe bien qué condimento que no había en casa, y si nos veían parados siempre encontraban algo para que les hiciéramos. Así, visto el panorama, lo mejor era arramplar con algo que te apeteciera y salir disparado a la calle antes de que te engancharan con un nuevo mandado; yo la tomaba con los benditos orejones, melocotón desecado, en la actualidad me siguen encantando, pero la puñetera de mi madre sabiendo de mis debilidades los escondía. A falta de pan buenas son tortas y si se ponía a tiro una croqueta pues la enganchaba y a la santa calle que es ancha. Venturoso y frío corral, pero aunque la croqueta me abrasara el garganchón me la comía o carrillos llenos.


Entonces no había tradición de este desfile interminable de entrantes que hacemos en la actualidad, nuestros entremeses eran modestos, consistían en un poco de ensaladilla rusa, croquetas, empanadillas, algo de jamón, chorizo y pare usted de contar. Una vez liquidados hacía su presencia el gran plato tradicional de la fiesta, el cardo blanco guisado con salsa besamel, aparecía en una cazuela gigantesca desde la que la madre iba repartiendo en los platos individuales las correspondientes raciones, siempre empezando por el padre, quien controlaba el porrón y el pan, de modo que nadie se servía de lo uno o de lo otro hasta que el padre lo decidiera. El besugo se hacía guisado y era la guinda del pastel de Nochebuena, pero ello no significaba que la cena hubiera terminado, porque paciente esperaba en otra cazuela gigantesca el consabido pollo de corral criado en casa. Luego venía formando parte de los postres el famoso perolo, compota, de agua o de vino, y ahí sí, ahí es donde yo me las ingeniaba para birlarles a mis padres los orejones; de principio ellos me dejaban hacer hasta que llegaba el abuso y me daban el correspondiente toque de atención. Recuerdo que a Lola le encantaban los higos y Alejandro se pirriaba por las ciruelas pasas y las pasas de Málaga, bien, pues también con ellos se hacían los longuis. Feliz fiestas de año nuevo. 


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