Tenemos que defendernos
de la agresión externa,
de los exterminadores,
de quienes les protegen,
de quienes les pagan,
de quienes les bendicen.
(Ayotzinapa)
Se nos ha
ocultado el sol,
por largo
tiempo nuestro
canto será
lúgubre, de ceniza;
incendiaron
el monte, quemaron
la vida de
los hijos de la vida,
abrasaron la
razón humana.
¿Qué más les
queda por arrasar,
cuando la
arrogancia y la impunidad
se enseñorean
de la existencia?;
malditos
empuñaron las armas,
malditos los
encañonaron,
malditos los
entregaron a otros
malditos
para secuestrarlos,
y los
jóvenes, cuarenta y tres,
nos fueron arrebatado
impunemente.
Nosotros
somos los cuarenta y tres,
los cuarenta
y tres son nosotros,
todos
nosotros somos nosotros,
seres
humanos al encuentro del amor,
cuya llama
arde en nuestros espíritus,
en nuestros
corazones que se aprestan
a recibir el
canto de la nueva era,
la del hombre
para los hombres,
de la mujer
para las mujeres,
del niño,
nuestros hijos, para los niños,
la del
anciano para los ancianos,
y cuya
sabiduría hizo posible la supervivencia
que viajó
por el tiempo a hombros
de nuestros
antepasados, ciclo tras ciclo,
calladamente,
oculta a los ojos
de gentes
extrañas, extranjeras.
Se nos ha
ocultado el sol,
malamente
nos lo han matado,
el sol de nuestros
hijos, de los hijos
nuestros,
porque los cuarenta y tres
somos
nosotros y nosotros somos
los cuarenta
y tres. Cuarenta y tres
soles,
radiantes de luz, fueron rotos
por la mano
furibunda del crimen
organizado,
por policías corruptos,
por un
ejército podrido, por políticos
que se
apoyan en cárteles dispuestos
a masacrar a
los débiles, los hijos del sol.
Oligarquías,
dicen, que permanecen
ocultas en
sus ranchos, apoyan
el genocidio
para seguir imponiendo
sus
prebendas y privilegios robados,
siglo tras
siglo, a los hijos de la luz;
iglesias y
sacerdotes, llegados de lejos,
extranjeros,
se afanan en recoger
los óbolos
del crimen y la lujuria,
y callan y
callan y callan el genocidio,
y bendicen y
bendicen y bendicen
las armas de
la muerte.
Nos han
robado el sol de nuestros hijos,
y nuestro
canto es lúgubre porque los
espíritus
lloran la eterna amargura del
desconsuelo.
Sólo negras paredes
a nuestro
derredor, a su derredor,
el de los cuarenta
y tres soles, que
permanecen ocultos
en la mina de oro,
origen de la
avaricia y la violencia
desencadena
en una guerra sin declarar,
sórdida y
cruenta, en nombre del falso
nombre del
orden público. En nombre,
del falso
nombre del orden público,
se dicen: “matemos
a los pobres”,
con inusitada
insistencia, en voz baja,
para que
nadie conozca la consigna.
Pero
nosotros no somos ellos, los asesinos;
nosotros
somos los cuarenta y tres soles,
que nos
arrebataron malamente siguiendo
órdenes
superiores, de un alcalde y su hembra,
asesinos
confesos que habremos de juzgar
y que
desterraremos al confín del olvido,
al desierto
de su paupérrima y pírrica soledad.
Nosotros
somos el sol, la luz, el canto,
el ciclo;
somos el colibrí y el águila, el yacaré
y el puma;
somos la flor y la rosa, la hierba
y el agua;
somos la arena y la roca, el viento y la nieve;
somos el
torrente y el fuego; definitivamente, somos
corazón y
espíritu que se elevan al sol de la mañana.
Y llegará el
nuevo amanecer, “las lágrimas de la luna
que la noche
llora” regarán nuestros cuerpos
en el
nacimiento del sol en la nueva aurora,
como rosas
encendidas, de amor y entrega,
de pasión y
deseo, de ganas de vivir, porque
sabemos que
la vida espera de nosotros
aquello para
lo que fuimos nacidos: trabajo,
dignidad,
conformidad, resolución y amor.
Anselmo Ruiz
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