Llega la noche con su manto negro |
Anselmo, cosas y
hechos de mi vida XX
Inclinado sobre el ordenador
dejaba transcurrir las horas de la noche temprana, desde las cinco y media de
la tarde era noche y desde las seis no pasaba un alma por la calle. Acostado el
sol en su cuna nocturna, la gente que vivía de fijo en el pueblo, unas treinta
personas, se recogía en sus casas aprestándose a dejar transcurrir el tiempo
lánguidamente frente al televisor o planchando o haciendo las cuentas del mes o
de la cosecha que todavía estaba sin vender o ayudando a los hijos a hacer sus
deberes de la escuela. Las horas caían como pesadas losas del silencio en el
espacioso y gélido salón de la casa, sólo roto por el crepitar de las llamas
que calentaban mi espalda al tiempo que los dedos se me entumecían moviéndose
con dificultad por el teclado. Más de cien veces me acordé de la poeta Gloria
Fuertes, cuando aseguraba que se ponía mitones para seguir escribiendo en la fría
habitación de su casa madrileña. Las horas caían como losas de plomo en medio
de aquellas noches de la Castilla de la Alta Meseta, abandonada por la mano del
hombre, por el calor de los hombres, por el trajín de la vida cotidiana.
Que nadie intente comprender lo
que es vivir una persona sola en una casona de doscientos metros cuadrados, con
un salón de cincuenta y techos de tres metros si no lo ha experimentado jamás.
La sensación de soledad se acrecienta en tal medida que por obligación el ser
debe crecerse sobre sí mismo y ante sí mismo, de modo que pueda ocupar el
máximo espacio posible para no sentirse insignificante al enfrentarse a los
elementos. Qué sabrá la gente de la ciudad, cuya vida social termina a eso de
las nueve o las diez de la noche, de la, en innumerables ocasiones, insoportable
soledad, o “Insoportable Levedad del Ser”, novela de Milan Kundera, el autor
checo nacido en Breno en 1929, y que en esta ocasión puede asociarse a la
soledad de Martialay sin demasiadas dificultades. Y no es que Kundera sea uno
de mis autores predilectos, ni en bromas; al principio lo leí con interés, pero
dada la inevitable insistencia del autor en gestionar por su cuenta la
“guerra” que sostuvo con el viejo
régimen checo, pues acabó por cansarme, así que un día di carpetazo al asunto
cerrando la novela que estaba leyendo para nunca más volver a cogerla.
Yo no quiero vivir ninguna guerra
con nadie, ni por nadie, allá cada cual con su historia; lo que desde luego sí
sé, es que la gente que vive una guerra se queda en ella para el resto de su
vida, con lo cual pierde su interés en el presente y más en el futuro,
subsistiendo de los recuerdos de aquello que pudiendo haber sido nunca lo fue.
En definitiva se enrocan ante la vida y ya no saben salir de sus trece, todavía
para mucha gente anda por este país el fantasma del General Franco y su
pandilla de desalmados, y es lo que yo me digo, ya vale, déjense de
megalomanías del pasado y vivan, sientan la vida, busquen el aire fresco de la
mañana y pongan a orear sus neuronas del mismo modo que su mujer orea por la
mañana la ropa de la cama dejándola un buen rato sobre el alfeizar de la
ventana. Pero no hacen caso, viven sumergidos en la historia que nunca fue
escrita, su historia personal, y en buena lógica nadie les presta atención,
porque sus historias no son tales, porque tampoco hay anales; simplemente son vivencias
personales de gente mediocre que en la mayoría de las ocasiones pasan al rincón
del olvido y que a partir de la tercera generación nadie los recuerda, pues los
biznietos tienen una memoria muy frágil.
Es posible que se deba al espídico ajetreo de la vida, pues nos pasamos
la existencia corriendo como posesos para llegar a ninguna parte, una meta sin
final o cuyo finales es la muerte.
Crepitan las llamas en la
chimenea de la vieja casona, el viento se estrella contra los cristales y su violencia
crea sinfonías, como si fuera el fin del mundo, que hacen estremecerse a la
casa, también a mi alma que desconoce el cómo saldrá de aquella historia tan
terrible. Crepitan las llamas en el hogar que un día lejano fuera familiar,
ahora es hijo del abandono, los padres han terminado su viaje en la tierra y
los hermanos viven en ciudades, comunidades de vecino con ascensor, agua
caliente y calefacción central. No hay gritos, no hay lloros, no hay “madre me
ha pegado Anselmo”, no hay reprimendas, no hay el “estaros quietos de una vez”…
sólo recuerdos de infancia que dejo a su aire para que se pierdan en el rincón
del olvido, aquel al que la memoria infantil debe acercarse con dificultad,
para que el ser sienta el calor de la familia perdido en medio de la vorágine de
la vida. De cuando en cuando ceso en la
escritura, los dedos se me paralizan y es necesario hacerlos reaccionar al amor
de las llamas, dejarlos que sientan la vida, que vuelvan a ella, pues el frío en
los dedos es insoportable ya que apenas tengo tejido adiposo, pues desapareció
cuando me quemé con gasolina en la primavera del 80.
El hombre en la armonía de las proporciones |
Los hijos de la ira hace décadas
dejaron de andar los caminos –murió El Loco, murieron los hijos de Alvargonzález,
los senderos se han borrado engullidos por la vegetación y ya no quedan veredas
que recorrer. “Caminante no hay camino”, dijo el poeta de la tierra, y digo de
la tierra en general obviando, adrede, personalizar en una tierra concreta;
porque A. Machado no cantó a una tierra determinada por más que su cancionero
se llamara “Campos de Castilla”, sino a la tierra espiritual de su grandioso
supra ego que emergía desde la llama de su espíritu, desde el fuego de su alma,
desde las llamas de su pasión creadora. Meter la mano en el fuego y aparecer el
poema escrito en la cuartilla, todo es uno; alzar la mano a la luz y el poema
queda escrito en la mente para ser traspasado al papel, todo es uno. La unidad
del fuego, la unidad del origen creador que emergió desde la unidad del fuego
para hacer inteligentes a los hombres de la tierra. Prometeo, la deuda que
tenemos contraída contigo es grande, grande, grande.
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