domingo, 16 de noviembre de 2014

ANSELMO, COSAS Y HECHOS DE MI VIDA XX


Llega la noche con su manto negro

Anselmo, cosas y hechos de mi vida XX

Inclinado sobre el ordenador dejaba transcurrir las horas de la noche temprana, desde las cinco y media de la tarde era noche y desde las seis no pasaba un alma por la calle. Acostado el sol en su cuna nocturna, la gente que vivía de fijo en el pueblo, unas treinta personas, se recogía en sus casas aprestándose a dejar transcurrir el tiempo lánguidamente frente al televisor o planchando o haciendo las cuentas del mes o de la cosecha que todavía estaba sin vender o ayudando a los hijos a hacer sus deberes de la escuela. Las horas caían como pesadas losas del silencio en el espacioso y gélido salón de la casa, sólo roto por el crepitar de las llamas que calentaban mi espalda al tiempo que los dedos se me entumecían moviéndose con dificultad por el teclado. Más de cien veces me acordé de la poeta Gloria Fuertes, cuando aseguraba que se ponía mitones para seguir escribiendo en la fría habitación de su casa madrileña. Las horas caían como losas de plomo en medio de aquellas noches de la Castilla de la Alta Meseta, abandonada por la mano del hombre, por el calor de los hombres, por el trajín de la vida cotidiana.

Que nadie intente comprender lo que es vivir una persona sola en una casona de doscientos metros cuadrados, con un salón de cincuenta y techos de tres metros si no lo ha experimentado jamás. La sensación de soledad se acrecienta en tal medida que por obligación el ser debe crecerse sobre sí mismo y ante sí mismo, de modo que pueda ocupar el máximo espacio posible para no sentirse insignificante al enfrentarse a los elementos. Qué sabrá la gente de la ciudad, cuya vida social termina a eso de las nueve o las diez de la noche, de la, en innumerables ocasiones, insoportable soledad, o “Insoportable Levedad del Ser”, novela de Milan Kundera, el autor checo nacido en Breno en 1929, y que en esta ocasión puede asociarse a la soledad de Martialay sin demasiadas dificultades. Y no es que Kundera sea uno de mis autores predilectos, ni en bromas; al principio lo leí con interés, pero dada la inevitable insistencia del autor en gestionar por su cuenta la “guerra”  que sostuvo con el viejo régimen checo, pues acabó por cansarme, así que un día di carpetazo al asunto cerrando la novela que estaba leyendo para nunca más volver a cogerla.

Yo no quiero vivir ninguna guerra con nadie, ni por nadie, allá cada cual con su historia; lo que desde luego sí sé, es que la gente que vive una guerra se queda en ella para el resto de su vida, con lo cual pierde su interés en el presente y más en el futuro, subsistiendo de los recuerdos de aquello que pudiendo haber sido nunca lo fue. En definitiva se enrocan ante la vida y ya no saben salir de sus trece, todavía para mucha gente anda por este país el fantasma del General Franco y su pandilla de desalmados, y es lo que yo me digo, ya vale, déjense de megalomanías del pasado y vivan, sientan la vida, busquen el aire fresco de la mañana y pongan a orear sus neuronas del mismo modo que su mujer orea por la mañana la ropa de la cama dejándola un buen rato sobre el alfeizar de la ventana. Pero no hacen caso, viven sumergidos en la historia que nunca fue escrita, su historia personal, y en buena lógica nadie les presta atención, porque sus historias no son tales, porque tampoco hay anales; simplemente son vivencias personales de gente mediocre que en la mayoría de las ocasiones pasan al rincón del olvido y que a partir de la tercera generación nadie los recuerda, pues los biznietos tienen una memoria muy frágil.  Es posible que se deba al espídico ajetreo de la vida, pues nos pasamos la existencia corriendo como posesos para llegar a ninguna parte, una meta sin final o cuyo finales es la muerte.

Crepitan las llamas en la chimenea de la vieja casona, el viento se estrella contra los cristales y su violencia crea sinfonías, como si fuera el fin del mundo, que hacen estremecerse a la casa, también a mi alma que desconoce el cómo saldrá de aquella historia tan terrible. Crepitan las llamas en el hogar que un día lejano fuera familiar, ahora es hijo del abandono, los padres han terminado su viaje en la tierra y los hermanos viven en ciudades, comunidades de vecino con ascensor, agua caliente y calefacción central. No hay gritos, no hay lloros, no hay “madre me ha pegado Anselmo”, no hay reprimendas, no hay el “estaros quietos de una vez”… sólo recuerdos de infancia que dejo a su aire para que se pierdan en el rincón del olvido, aquel al que la memoria infantil debe acercarse con dificultad, para que el ser sienta el calor de la familia perdido en medio de la vorágine de la vida.  De cuando en cuando ceso en la escritura, los dedos se me paralizan y es necesario hacerlos reaccionar al amor de las llamas, dejarlos que sientan la vida, que vuelvan a ella, pues el frío en los dedos es insoportable ya que apenas tengo tejido adiposo, pues desapareció cuando me quemé con gasolina en la primavera del 80.


El hombre en la armonía de las proporciones








Los hijos de la ira hace décadas dejaron de andar los caminos –murió El Loco, murieron los hijos de Alvargonzález, los senderos se han borrado engullidos por la vegetación y ya no quedan veredas que recorrer. “Caminante no hay camino”, dijo el poeta de la tierra, y digo de la tierra en general obviando, adrede, personalizar en una tierra concreta; porque A. Machado no cantó a una tierra determinada por más que su cancionero se llamara “Campos de Castilla”, sino a la tierra espiritual de su grandioso supra ego que emergía desde la llama de su espíritu, desde el fuego de su alma, desde las llamas de su pasión creadora. Meter la mano en el fuego y aparecer el poema escrito en la cuartilla, todo es uno; alzar la mano a la luz y el poema queda escrito en la mente para ser traspasado al papel, todo es uno. La unidad del fuego, la unidad del origen creador que emergió desde la unidad del fuego para hacer inteligentes a los hombres de la tierra. Prometeo, la deuda que tenemos contraída contigo es grande, grande, grande.

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