domingo, 2 de noviembre de 2014

ANSELMO, COSAS Y HECHOS DE MI VIDA XVIII

Pirámide de Keops

Cuando llegaba el mes de noviembre la vida se adormecía en el pueblo, eran pocas las horas de sol y había días que la escarcha se hacía sempiterna al amanecer, a mí aquel espectáculo me gustaba, es cierto, contemplar los campos cubiertos de su capa blanca a las mañanas me hacía soñar, aun cuando no me podía estar mucho tiempo parado porque me quedaba helado. También recuerdo las temporadas que se liaba a llover, se pasaba las horas y los días cayendo agua tontamente y las calles del pueblo quedaban ahogadas y embarradas. Mis alpargatas terminaban caladas día sí día no y al llegar a casa la única solución era cambiar de calzado y calentar los pies junto al hogar, luego del consabido chorreo de la madre. En ocasiones, frente al hogar, tenía mis diferencias con los gatos pero solía solucionarlas de forma expeditiva, un par de golpes en su lomo y yo me quedaba sólo frente al fuego.

Por las vivencias que he tenido desde pequeño y a lo largo de mi vida con el fuego he llegado a una conclusión, la humanidad no hubiera podido evolucionar del modo en que lo hizo, tan deprisa, si no se hubiera asistido del fuego. No es de extrañar que nuestros ancestros más antiguos lo tuvieran como a un dios, le rindieran tributo y levantaran sus altares dedicados a su divinidad. No en vano, al amor del fuego aprendieron a trasformar los alimentos, para hacerlos más digestivos y jugosos; ante el fuego las mujeres iniciaron el proceso de crear las primeras ropas, dándoles formas para adaptarlas a los cuerpos; bajo el fuego los hombres introdujeron las puntas de su lanzas para endurecerlas, a fin de conseguir que fueran más mortíferas; junto al fuego incentivaron la comunicación entre los miembros del clan, desarrollando el lenguaje y los principios del arte, no olvidemos que el negro de los tizones está omnipresente en las pinturas rupestres; en fin, en las largas horas de la noche invernal, a crear las bases de la palabra literaria en la tradición oral, mediante la cual fueron surgiendo en el transcurso de los siglos, una a una, todas las mitologías e historias fantásticas, algunas de las cuales han llegado hasta nuestros días. Vivía por y para el fuego, el dios que les redimía de las adversidades de la climatología adversa.

A lo largo de mis inviernos fueron muchas horas las que yo viví tumbado al lado del fuego, eso al principio, de niño, más tarde sentado, cuando ingresé en el exasperante mundo de los adultos. No hace tantos inviernos que yo alargué la noche resistiendo frente al fuego mientras escribía poesía o narrativa o teatro o algún ensayo, ¿vaya usted a saber? Los inviernos del 2004, 2005 y 2006 los pasé en la casa paterna, en Martialay, casa inhóspita por excelencia para ser habitada por una sola persona; el fuego del hogar me salvó, de lo contrario hubiera tenido que desistir, rindiéndome a la evidencia y la cruda realidad del insoportable frío soriano. A  las cinco y media de la tarde era de noche y era noche hasta la mañana siguiente, que tardaba en llegar, nada que alegar sino soportar los rigores del tiempo climatológico, el rugido del viento a través de los cristales de las ventanas y admirar el cielo nocturno de cuando en cuando en breves escapadas soportadas a la intemperie bajo la impecable escarcha.

Fueron tiempos intensos de mi vida, también de mi espíritu que me asaltó pujante, reduciendo mi condición de hombre a la mínima expresión a medida que me iba espiritualizando. Hablé en varias ocasiones con la muerte y en otras tantas toqué los cielos, y mi espíritu se escapó de mi cuerpo cuantas veces le vino en gana y yo quedé sumido en el caos y la contradicción. Aquellas vivencias me hicieron comprender la insignificancia de mi ser físico, tema que ya había constatado al sufrir el accidente de las quemaduras en el año 1990; la mediocridad de mi inteligencia, parte de mi ser que yo tenía en palmitas; la absurda insistencia de mi ego, que se empecinaba en dominar aun a costa de ser incongruente, pesado y contradictorio; y mi espíritu continúo increscendo, increscendo hasta elevarse a la altura de los titanes mitológicos, hasta hacerme comprender que habíamos estado en la construcción de la Gran Pirámide de Keops, y en un sinfín de momentos calves para la humanidad.


Fue el silencio, acompañado del crepitar y del juego de las llamas liberando las formas contenidas en la materia, que yo vivencié en mis horas pasadas al lado del fuego, quienes hicieron posible que en mi ser se rasgara el Velo de Isis abriendo mi mente al conocimiento de la gran unidad, que se originó a sí misma, dando principio a la creación en el útero del vacío. El fuego me hizo ver la pobreza mental de las gentecillas que pretende apropiarse de la tierra y tomar de rehenes a sus habitantes; yo ya no les tolero, sé que son tipos enloquecidos por un pedazo de oro, ansiosos de una vida opulenta, mequetrefes metidos a especular con la política aún a costa de someter a sus semejante a la esclavitud y la ignominia. El paraíso perdido lo tienen a la vuelta de la esquina. 


Keops corte

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