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| la palabra, la palabra, la palabra |
Nosotros, los niños del pueblo, para ser felices apenas necesitábamos
poseer cosas, nuestras familias no eran ricas precisamente y los juguetes
solían ser escasos, como máximo nos regalaban una vez al año, casi no se
celebraban los cumpleaños y menos con regalos, esos artículos de lujo no
estaban a nuestro alcance, las familias sorianas por tradición han sido muy
parcas en cuanto a gastar los dineros en cosas superfluas y a los niños no nos
quedaba más remedio que aceptar las condiciones impuestas por la familia. Es
cierto que cuando llegaban los reyes nos emocionábamos, apenas sí dormíamos
aquella noche, ¡qué nervios, dios!; limpiábamos los zapatos con verdadera
fruición, los dejábamos relucientes, inmaculados, no fuera que los reyes se
molestaran y pasaran de largo y si eso sucedía te quedabas in albis hasta el
próximo año, así que aquello que no a lo largo del año se hacía de mala gana
esa noche se hacía con pasión. Como vivíamos en el pueblo a los reyes se les
dejaba una caja con cebada para los camellos, estaba bien pensado, ¡pobres
animales, también tenían derecho a comer!, además así no se emborrachaban los
reyes con tantas copas de anís o coñac que les dejaban en las casa de la
ciudad.
Obsesionados con los regalos nos íbamos a la cama, aquella noche nos
costaba dormirnos más de lo habitual, pensando en lo que nos traerían los reyes,
algún juguete y los consabidos dulces. A la mañana no hacía falta que nadie nos
llamara, mi hermano Alejandro y yo, dormíamos en la habitación de abajo, nos
despertábamos a primera hora y subíamos las escaleras corriendo y montando
bulla, para cuando llegábamos arriba ya estaba mi hermana Lola en el rellano y
los tres entrábamos en la habitación de los padres nerviosos, gritando y
corriendo nos acercábamos al balcón para conocer el regalo de reyes. Yo
recuerdo que un año me regalaron un autobús, de aquellos de chapa y que venían
pintados de numerosos colores, aunque el fondo de mi autobús era amarillo, ese
detalle lo tengo tan presenta como si fuera de hoy mismo. Me encantó, recuerdo
que saltaba de alegría y me dispuse a jugar con mis hermanos pues teníamos el
día entero para nosotros; ni en el desayuno, ni en la comida me separé de él,
el autobús estuvo todo el día donde yo estaba, conmigo. Lo mismo sucedió al día
siguiente y al día siguiente pues yo todavía no iba a la escuela; era una
barbaridad, pero en aquella época no te aceptaban en la escuela hasta cumplir los
seis años.
Pero la historia de los Reyes
Magos se acabo enseguida, mi hermano que me lleva tres años ya era mayorcito y
le insinuaron lo de la mano protectora de los padres, así que nos dedicamos a
investigar y encontramos la maldita cebada y su caja dentro del armario de la
habitación de los padres. ¡Ves, cómo no son los reyes!, parece ser que dijo mi
hermano, y los tres nos quedamos entristecidos, sobre todo yo, que todavía era
muy jovencito para enterarme de ciertas cosas que trae consigo la amarga
realidad de la vida. Ligeros inconvenientes de crecer los tres juntos, el
pequeño se espabila pronto por aquello de que los hermanos mayores le apremian
constantemente; aunque también tiene sus ventajas, ello es indudable, los
padres ya han rebajado la rigidez en la educación de los hijos y en
consecuencia el pequeño no vive tan reprimido, y esas actitudes se notan a lo
largo de la vida permitiéndole una visión amplia y más tolerante en relación a
las limitaciones de la gente y de la misma sociedad.
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| Antiguo quiosco de Logroño, en el paseo de El Espolón. |
Cuando me trajeron a Logroño a los ochos años, ya había dejado atrás las ilusiones de los Reyes Magos y unas cuantas más. Mis fantasías se iban dirigiendo hacia otros campos y muy lentamente fui entrando en el mundo de la literatura, que hasta entonces había sido un mundo cerrado, desconocido, si bien yo entendía que era mágico. La palabra, la palabra, la palabra, si iba adueñando de mi mente, si iba conformando en mi mente, que a su vez se iba transformando en mente literaria. Y a los catorce años rompí el cerco, y escribí, una primera e ingenua obra para guiñol en la que se incluía mi primer poema, una especia de pareado horroroso que únicamente consiguió deslumbrarme a mí por aquello de ser el padre de la criatura. La obrita fue escrita para presentarla a un concurso que desde luego no gané, desde entonces les tengo fobia a los concursos literarios y jamás me presento a ninguno. ¿Para qué?, si están concedidos de antemano, o te mojas perteneciendo a un gueto o cenáculo literario o de lo contrario no te jalas ni media rosca.


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