jueves, 19 de junio de 2014

ANSELMO, COSAS Y HECHOS DE MI VIDA XIII

Calle Barriocepo, Logroño

Anselmo, cosas y hechos de mi vida XIII

En el colegio me limitaba a practicar la ley del mínimo esfuerzo, maravillosa ley, innata a toda mente lúcida, adolescente y juvenil, terminantemente prohibida a las mentes obtusas, léase los tontos de la clase, y que, además, solamente puede practicarse durante los estudios, porque cuando te gradúas se acaba, aunque quizá nunca del todo. Mis notas andaban entre el cinco y medio, el seis y medio llegando en raras ocasiones hasta el siete y medio, creo que en mi vida me pusieron un ocho. Estudiaba en los Escolapios, Escuelas Pías, si bien, eso de estudiar es un decir, más exacto sería afirmar que mis padres me matriculaban en el colegio. Y de aquel núcleo de alumnos surgieron mis amigos, de los sesenta o setenta externos que estábamos en el curso, veinticinco éramos de la misma cuadrilla; terrorífico, la verdad. Lo curioso es que además conocíamos a los padres y madres de todos por aquello de las precauciones, en  cuanto, por A o por B, aparecía alguno saltaban las alarmas y avisábamos al interesado.

A nuestro “servicio” teníamos dos cuadrillas de chicas, una de la Enseñanza y la otra de las Escolapias, de esta segunda ya se ha hablado convenientemente; así que, por aquello de no defraudar, andábamos de amoríos con medio Logroño. No había problemas, nos llevábamos bien, nos entendíamos, nos tolerábamos y, dato importante, nos atraíamos; en consecuencia manteníamos una relación “estable” con las muchachas, las respetábamos y ellas podrían decir lo mismo de nosotros. Es curioso, no se sabe el por qué, pero teníamos fama de ser serios, buenos chicos, formales y estudiosos; así que nuestras madres andaban mas contentas que unas pascuas con sus niños bien, dado lo importante que para ellas era el hecho de que sus hijos tuvieran vitola de gente formal. ¡Dios que sabio es el refranero castellano! La verdad es que nosotros lo que se dice dormir dormir no lo hacíamos demasiado, éramos jóvenes que pertenecíamos a todas las castas, a todas las clases, a todas las raleas imaginables habidas y por haber en el Logroño de la época, y cuando no era uno era el otro se liaba la historia, se retorcía tomando los derroteros más inconcebibles.

La tradición de las fiestas en Logroño, en La Rioja y en todo el valle medio del Ebro eran los chamizos, cuadrillas de jóvenes, también de adultos pero por separado, alquilábamos un local, lo medio decorábamos como malamente podíamos, hacíamos el zurracapote, bebida festiva por antonomasia, llevábamos un pick up y ya teníamos montado el ochenta por ciento de lo que iban a ser nuestras maravillosas fiestas de S. Mateo. Con permiso de los guardias urbanos, especialistas en cerrar los locales de los jóvenes por aquello de preservar la moralina represiva de la época. Hacer el zurracapote era la fiesta grande, todos colaborábamos con entusiasmo, y no imagináis la diferencia de criterios en cuanto a la receta a utilizar; más o menos cada quien había preguntado en casa, y más o menos cada familia tenía la suya, la divergencia de criterios era de tal calibre que la historia se convertía en una especie de Torre de Babel, de las lenguas y de las recetas. Por defecto de pelas solíamos hacer tres cántaras, dieciséis litros la cántara, si andábamos bien hasta cuatro o cinco, y la receta estándar era: 16 litros de vino, dos de agua, el jugo de ocho limones, dos kilos de azúcar y dos palos de canela. Se tenía dos días unificando sabores y a partir del tercero a beber. Esto es en teoría, en la práctica ya estábamos bebiendo al segundo día.

Los locales no podían estar cerrados con el personal dentro, siempre abiertos para preservar la moralina de la época; por disposición municipal, de obligado cumplimiento, tenían que estar abiertos, y por aquello de la hospitalidad riojana era “obligatorio” ofrecer un trago del porrón a todo ser humano que entrara en el santuario. Hasta aquí todo era ley y todo normas sociales, pero ya sabemos cómo somos los españoles con eso de las leyes y la famosa entrepierna. Al final del local teníamos un apartado más o menos grande que usábamos de pista de baile, daba lo mismo que se fuera ciego o no, porque la iluminación estaba preparada para que nadie viera nada mientras estaban bailando, puñetera represión. De la iluminación nos habíamos encargado los especialistas: tapamos por aquí, tapamos por allá, a esa ventana hay que ponerle trapos negros, seguimos tapando, seguimos tapando, seguimos tapando, al final un pasadizo estrecho, apenas si cabía una persona, que daba al santa sanctórum del amor prohibido. En el techo de aquel agujero una bombilla que se encendía a toda prisa si entraba la policía municipal; hecho consumado y constatado, tratándose de jóvenes la policía, un día u otro, entraba.

Chamizo festivo, Foto bajada de Internet 
Cuando algunos amigos estaban bailando los demás permanecíamos en la zona de la entrada o en la calle al lado de la puerta, la norma de oro impuesta consistía en no entrar jamás en la zona oscura sin muchacha que te acompañara. Si llegaban algunos de los padres se encendía la luz interior, primeros unos parpadeos, peligro, y de seguido se quedaba encendida. Mientras, los demás rodeábamos a los padres, les ofrecíamos cinco porrones a la vez, amabilidad que les creaba confusión y les asaeteábamos con memeces y cumplidos por el estilo, y jamás se les respondía la primera vez a la cansina pregunta: ¿dónde anda mi hijo? La cuestión era ganar tiempo para que los de adentro recompusieran las composturas y fueran saliendo con la máxima tranquilidad. Éramos chicos bien y dábamos la imagen en consonancia, ¡hipócritas!, éramos unos jetas de tomo y lomo. Mientras tanto uno de nosotros se había metido dentro y avisaba al interesado de la llegada de sus padres, el hombre salía y la chica se quedaba con el “recadero” y poco a poco iban saliendo todos.

Algo peor era cuando llegaba la policía, tenían obsesión por cerrarnos el local; cuantos más cerrados menos tenían que controlar, menos trabajo y más méritos ante el jefe. El año que lo tuvimos en la calle Barriocepo fue demencial, consiguieron cerrar todos los locales de la zona menos el nuestro, al final nos hicieron el favor porque nos llovían chicas como por ensalmo, fue glorioso. Pero no nos salió gratis, tuvimos que pagar el peaje de sentirnos acosados mañana, tarde y noche, un día sí y el otro también; además el zurracapote se nos acabó pronto porque fuimos los únicos que quedamos y ello daba rienda suelta a que todo quisqui que pasaba por la calle entrara a nuestro chamizo. Lo peor vino al final de fiesta con la policía, ellos estaban hasta las narices de nosotros porque, pese a la insistencia, no habían podido cerrarnos y nosotros hasta la corinilla de semejantes pesados.

En estas, una noche hubo bureo entre ellos y la cuadrilla, se veía venir que acabaríamos encontrándonos y así fue;  menos empujones hubo de todo y el amigo Luis María les reprochó a los policías de muy mala leche, -sí ustedes tienen que trabajar se joden, nosotros estamos de fiesta. -Al cuartelillo, -la respuesta inmediata de los policías, cogiéndolo por el brazo para llevárselo. Los amigos que se achantan, Luis que se deja hacer y yo que siento la necesidad de actuar pero me quedo clavado. Cuando llevaban uno pasos salgo corriendo, me pongo de frente, los paré y empecé a comerles el tarro, algo que era innato y se me daba muy bien, contándoles ni  sé qué historia. De inmediato los amigos también se acercaron y entre todos los rodeamos, estábamos muchos, muchos; el caso es que los policías se achantaron y lo soltaron, esgrimiendo la excusa de que yo tenía cara de buen chico y que sabía comportarme. La verdad es que estaban muertos de medio, salieron por patas y nunca más volvieron.



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