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| Puente dle ferrocarril sobre el duero |
Una de las costumbres existentes en el pueblo consistía en ir al
mercado semanal de la capital, Soria, que se celebraba los jueves. Mis padres
no eran excepción y, dependiendo de diferentes factores, ya fuera de la época
del año, el curso de los trabajos agrícolas, etc., marchaban los dos o bien era
uno de ellos quien se quedaba con los hijos en la casa. Solían viajar en el
tren, que, si bien llegaba más tarde a la capital que el autobús, El Abanero le
llamaban, ¡vaya a saber usted por qué! a
ellos les daba tiempo de realizar todos sus encargos; además, de este modo
estaban menos tiempo fuera de casa. Era una cesta cuadrada de mimbre y con
tapa, tenía un sencillo cierre metálico en el frente y el asa en la parte
superior. Por norma llevaban huevos de nuestras gallinas envueltos en paja, que
vendían a las mujeres dentro de algún portal, antes de llegar a la caseta de
arbitrios por aquello de no pagar ni un céntimo, de seguido se tiraba la paja
en la calle y aquí no ha pasado nada. Le cesta retornaba al pueblo llena de
diferentes compras y alimentos, se guardaba y hasta la siguiente semana.
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| El Duero a sus pies |
En pocas ocasiones, es cierto, pero de vez en cuando a los hijos nos
tocaba la lotería de viajar de acompañantes de los padres, lo hacían para que
nos fuéramos quitando la modorra del pueblo, nos acostumbráramos a la ciudad y
nos soltáramos poco a poco de sus manos. A mí aquellos viajes me entusiasmaban,
yo entraba en excitación en cuanto me despertaba y no se me iba en todo el día,
ni tan siquiera cuando volvíamos al pueblo y me cambiaba la ropa de viaje por
la de todos los días. Desde que montaba en el vagón, en la estación de
Martialay, iba pendiente de los traqueteos del tren, al poco me salía al
balconcillo para mejor admirar el paisaje; algo que a mi madre no le gustaba,
pero me dejaba hacer después de que yo le asegurara que tendría cuidado -en ese
aspecto eran más confiadas nuestras madres que las actuales, ahora existe
demasiado proteccionismo para con los hijos-. El trayecto lo hacía pendiente
del paso del Duero sobre el puente de hierro, que con sus puntales verticales e
inclinados parecía hacer una “M” grande, que se movía longitudinalmente al paso
del tren. Y en cada viga el “zas” al cortarse el aire, y es que yo alucinaba
con el sonido y movimiento de la estructura.
Un día mi padre fue al mercado en el tren y volvió en una bicicleta
nueva. Era una BH roja, de las de señorita que se decía entonces. La había
comprado sin la barra longitudinal para que pudiéramos usarla hijas e hijos
indistintamente. Recuerdo que, en el corral de la casa, nos arremolinamos a su
alrededor y empezamos a toquitear la bici, mi hermana Lola y yo nos adueñamos
del timbre por aquello de hacer el máximo de ruido posible. Yo estaba impresionado,
aquella bicicleta tan limpia, tan guapa, tan bien pintada, tan brillante me
anonadaba y yo no hacía otra cosa que alucinar. Llegó el momento en el que
quise estrenarla pero era chico y no me dejaron. -Crece, enano, -dijo alguien.
Sí conseguí contagiar mi entusiasmo a mi padre, también un hombre apasionado y
nos dio unas cuantas vueltas por la calle a los pequeños montados en el portaequipajes.
A partir de entonces tuvimos bicicleta, después llegó la machacona insistencia
del “yo puedo, yo puedo, yo puedo”, por parte de mi hermana Lola y mía para que
nos dejaran montar y aprender a llevarla. De eso se trataba, aprender a montar
para cogerla nosotros cuando quisiéramos, y por supuesto que lo conseguimos.
Algo parecido sucedió cuando años más tarde mi padre compró una motocicleta
para su segunda hija, al tener su primer destino de maestra en un pueblo de la
sierra camerana, Almarza de Cameros. Adentrado en la montaña tres o cuatro
kilómetros de la carretera general, casi no tenía opción de salir del pueblo
durante el curso si no era con ayuda exterior. Cuando esto sucedía yo tendría
catorce años y durante el curso no pude probar la moto, apropiarme de ella
sería más exacto, pero al siguiente fue destinada a un pueblo de La Rioja Alta,
Rodezno, y en ese pueblo ya no la necesitó. Mi hermano y yo nos echamos como
leones sobre ella y unas cuantas discusiones, más de dos agrias, tuvimos con
aquellos desencuentros, al final intervino el padre impuso normas y
contrapartidas. La puso al servicio de su negocio y quien la quisiera tendría
que cobrar sus facturas; mi hermano se desentendió y yo me quedé de dueño y
señor, hasta que varios años más tarde el cabrito se la vendió a un amigo por
quinientas pesetas, alegando en casa que se la habían robado. Claro está, yo me
enteré, era de obligado cumplimiento, pues compartíamos conocidos y lugares,
entre los dos tuvimos el correspondiente desencuentro, aunque jamás solté media
palabra en casa por solidaridad mal entendida y porque sabía lo que podría
haberle sucedido.



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