viernes, 23 de mayo de 2014

ANSELMO, COSAS Y HECHOS DE MI VIDA VIII



Espadaña de la iglesia de Martialay con su nido de cigüeña.


















Y así pasábamos el verano, día sí y día también eternamente en la era, los mismos trabajos, el mismo dar vuelta como tonto sobre la parva, idénticos ritos practicados en nombre de los dioses antiguos de la supervivencia. A medida que se sucedían los días el trabajo de la familia generaba la riqueza del grano y el granero se iba colmando: montón de cebada temprana a un lado, montón de trigo al otro, montón de centeno de seguido y finalmente el de la cebada tardía; todavía quedaba hueco para almacenar las guijas, los hieros y ni se sabe a ciencia cierta cuántos productos más. Y cuando se terminaba llegaba la fiesta de la cosecha, mi padre orgulloso nos mostraba a los hijos el fruto de su trabajo y, a ojo de buen cubero, nos decía los vagones de cereal que teníamos de botín. El hombre sabía medir bien y de hecho calculaba las pasta gansa, en pesetitas, que nos dejaría el año a la familia; entre el buen año o el malo no había grandes diferencias, en el bueno se compraban aperos o caballerías o algunas tierras por aquello de ir aumentando el patrimonio familiar, así que un año por otro todos iguales.

“Tierra la que veas, casa la que vivas”, decía mi padre que le decía el suyo y el puñetero aprobó la lección con matrícula; fue comprando y comprando pequeñas piezas de tierra que se iban acumulando a las posesiones de la familia, hasta conformar un patrimonio ciertamente respetable. Pero al hombre le dio la ventolera un bendito día y decidió que no quería ser por más tiempo agricultor, que en su familia deseaba tener hijos cultos que estudiaran y se refinaran en la ciudad expulsando de su entorno los caminos de polvo y barro, y fue entonces cuando nos trasladamos a vivir a Logroño, él se puso a trabajar y nosotros a estudiar. Todavía anduvimos  varios años llevando las tierras, los padres pusieron un casero para que se hiciera cargo de los trabajos, a tales efectos se trasladó a vivir a nuestra casa con su familia, y a mí me tocaba retornar al pueblo durante los veranos, bien en compañía de mi madre o bien en la de la hija mayor de mis padres, para ayudar en las tareas de la recolección.

Pero la cosa ya estaba cambiando, enseguida aparecieron las máquinas trilladoras y nos olvidamos de la odiosa parva, de los trillos y de dar vueltas como tontos. Aquello daba gusto, en tan sólo ocho días estaba la trilla hecha, aunque, todo hay que decirlo, teníamos que tener toda la mies en la era porque no daba tiempo de acarrear durante la trilla. Los primeros años las máquinas subían de Aragón, pero enseguida mis primos de Carazuelo compraron una, su pusieron de acuerdo con mis padres y nos trillaban a nosotros; ¡mejor que el dinero se quedara en la familia!, la que perdió fue la hija de mis padres que se había echado un medio novio aragonés y con esta historia se le escapó para siempre. Yo les veía cortejar y me callaba como un muerto, entre otras porque me daba lo mismo; aquel hombre a mí me caía bien, me trataba afablemente y nos hicimos colegas, además contaba historias de Zaragoza, ciudad que yo casi no conocía, de sus baños en el  Ebro, que coincidían con los míos en el mismo río y nos reíamos de nuestras ocurrencias.

Los baños en el Ebro eran epopéyicos, aunque no solía bajar con los amigos de la cuadrilla pues ellos se iban a Cantabría, un complejo deportivo con pistas de tenis, de hockey sobre patines, campo de fútbol, cancha de baloncesto, piscina infantil, piscina para hombres y piscina para mujeres, todo bien separadito por si acaso… Yo soy alérgico a las lejías, a los cloros, me hacen llorar, me irritan los ojos, así que por allí yo iba lo menos posible, sin embargo me encanta el agua de los ríos y atravesar el Ebro a nado era uno de mis placeres. A su paso por Logroño el río baja turbio, eternamente turbio, pero ese detalle lo teníamos más que aceptado y no era ningún inconveniente. Nos divertíamos en el agua, con el agua, tirándonos al agua desde el pequeño trampolín que estaba al lado de las barcas de “El Pasti”, saliendo del agua, otra carrerilla nuevo salto y a poco que nos descuidáramos nueva tripada por aquello de que estábamos aprendiendo.

Zona del río Iregua a su paso por Puentemadre, Logroño
Poza en el cauce. La foto es de la época en que yo iba por allí.
Era muy diferente el verano del pueblo al de la ciudad, así que en cuanto tuve ocasión me revelé y decidí no volver más al pueblo. Me había cansado de ser agricultor aficionado y también me había cansado de coger cangrejos a mano, práctica deportiva en la que era un experto; tampoco tenía demasiado mérito, porque la pesca la había comenzado a practicar a eso de los cuatro o cinco años, si los hijos pequeños queríamos comer cangrejos, simplemente los pescábamos, los llevábamos a casa y nuestra madre los cocinaba para toda la familia. Otro tanto sucedía con las setas de cardo, bocado exquisito como pocos, en especial para los sorianos; llegado el otoño, bien regados los campos con abundante agua de lluvia, los niños nos desperdigábamos por las praderas a la busca y captura del preciado fruto; tampoco nos mandaban nuestros padres, lo hacíamos para divertirnos, porque nos gustaba ser útiles a la familia y porque nos gustaban las setas, que todo hay que decirlo.

continuará.

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