lunes, 19 de mayo de 2014

ANSELMO COSAS Y HECHOS DE MI VIDA VII

Arboleda de El Navajo, Martialay

Nota:
A veces las ideas más peregrinas se meten en la cabeza y se toman decisiones que no pueden durar, bien sea por la situación emocional, bien por cansancio, el caso es que de repente se precisa de cesar en la actividad sin pensar en quienes te leen, en quienes te respetan y te apoyan. Quiero daros las gracias a todos que me habéis animado a continuar, porque, en definitiva, llevabais razón, tampoco es tan cargante este trabajo y menos cuando se disfruta escribiéndolo, como de hecho es mi caso. Gracias por vuestro apoyo. Un abrazo.



Una de las miles de fotografías de la Vía Láctea

Cosas y hechos de mi vida VII

Lo de la trilla en la era con trillos romanos y uno moderno de discos, era otro cantar. Recuerdo cuando mi padre trajo el de discos, tenía un balconcillo pintado en azul que hacía juego con la silleta del mismo color, ambos estaban fijados a la plataforma superior y debajo tenía custro cilindros con las cuchillas que eran las encargadas de cortar la paja. Yo, como era mi costumbre, no perdí ni ripio durante el montaje, pues mi padre y el sirviente anduvieron un buen rato montando los elementos y toda la familia estábamos expectantes y deseoso de que el aparato aquel por fin se pusieran a funcionar. Terminadas las consabidas operaciones, lo engancharon a las mulas de tiro y hete aquí que la maquinita funcionaba, después de dar un par de vueltas mi progenitor se subió al trillo, era necesario el peso de una persona para que hiciera mejor su labor y fuera eficaz.

Para mí fue la primera revolución tecnológica que presencié, yo estaba más orgulloso de mi padre que el cardenal Cisneros confesando a la reina Isabel; creo, no estoy seguro porque igual es una barbaridad lo que acabo de decir. Pero al poco me llené de orgullo triunfador, mi padre paró la yunta y me montó junto a él, así que fuimos los dos quienes estrenamos la maquineta, con la consiguiente recomendación de que me agarrara fuerte a la barra del balconcillo, cosa que hice mientras dábamos vueltas y sonreía con los dientes apretados, supongo que sacudido por algún pequeños espasmos de temor. De seguido fue mi hermana Lola la invitada al estreno y finalmente mi hermano Alejandro; las mayores, como eran muy mayores y muy suyas no participaron de la fiesta.  Aquel día yo no me separé de la era, cosa rara porque era un especialista en el deporte del escaqueo; yo prefería la brisa de la arboleda, tumbarme en la hierba siguiendo el bamboleo de las copas de los olmos y, si había nubes, verlas pasar por entre los huecos del cielo. Era precioso, las nueves se iban deshaciendo a medida que perdían pequeños trozos y al poco volvían a recomponerse, y así una y otra vez, y así se me pasaban los minutos y cuando volvía a la era bronca por desaparecer.

A los pequeños nos tocaba el trillo de sierra, mucho más lento pues era tirado por la yunta de bueyes, lo hacían por seguridad, las mulas tenían cierto peligro ya que podían espantarse, algo que no sucedió jamás, pero las normas eran las normas y punto. El problema del trillo de discos es que arrullaba de vez en cuando, es decir, si entraba mucha mies entre los discos estos que atascaban, entonces había que parar y desatascarlo. Lo de la trilla era un continuo dar vueltas como tontos alrededor de la parva, a mí me podía, aún con el sombrero de paja la solina achicharraba el coco, además cada vuelta se hacía eterna y no era una sino cientos de vueltas las que había que dar para completar la trilla. En estas nos pasábamos la mañana y parte de la tarde, hasta que mi padre daba por finalizada la trilla del día. En estas llegaba una parte divertida, que era rastrear la parva, los niños nos montábamos en los laterales de la rastra y acabábamos en el montón envueltos en paja, grano, arena y polvo, así un viaje tras otro hasta terminar. Después estaba lo de barrer la era e ir llevando los granos hasta el montón, la cina, que los adultos creaban amontonando la mies en forma de cono, para evitar las filtraciones de agua en el caso de que lloviera.

Terminado el proceso llegaba el momento de la merienda y a partir de ahí tiempo libre para los peques. Yo prefería irme a contemplar la puesta de sol. Recuerdo que eran eternas, donde el sol se ocultaba amarillos, de inmediato rojos, había días que parecía que el cielo estaba ardiendo, de seguido rosáceos, luego morados, después azulones, otro luego grisáceos y al final gis gris y noche. Sí alguien me preguntará cuántas puesta de sol he visto en mi vida le respondería que miles y miles, si me preguntaran cuántos amaneceres diría que, aun habiendo contemplado bastantes, muy pocos. Es mi alma la que elige y yo la dejo hacer, ya elegía en mi infancia, la de aquel niño poeta que arrastraba las alpargatas por los caminos del Campo de Gómara. Y ha habido momentos, siendo adulto, que enlacé la puesta de sol con el amanecer del día siguiente, habiendo pasado la noche entera deambulando por el campo; dios que mareo de estrellas, millones y millones pueden verse desde los 1034 metros de altitud que tiene Martialay de media, sin contaminación industrial ni ambiental.   

Y la Vía Láctea, que después de observarla una noche tras otra, ofrece al espectador su maravillosa tridimensionalidad. Me quedé espantado, lo recuerdo vivamente, yo llevaba tiempo tras ella y nunca conseguía penetrar en su interior, el cielo se me presentaba eternamente plano, y yo me decía esto no puede ser, existe dimensión interior yo tengo que verla, y me puse cabezón, y acudí al mismo lugar, el alto del calvario, día sí día también hasta que aquella noche se me abrió a los ojos. Me quedé extasiado, mi alma empezó a brincar de contento y se me humedecieron los ojos de alegría; aquella sinfonía de estrellas se me antojaba algo así como si estuviera escuchando el Aleluya de El Mesías de Händel. No sé las horas que estuve, muchas, muchas, muchas, percibiendo la geometría de las estrellas, la profundidad de la Vía Láctea, su música, su música, la música de los astros como un eco que reverbera desde el origen en el cosmos. Y todas aquellas sensaciones eran recogidas por mi alma, que se había desnudado a las estrellas de la noche y competía en fulgor con ellas, y se armonizaba y me decía: “ves, Anselmo, esto es la creación”.


Continuará

Aleluya: http://www.youtube.com/watch?v=RZoQTevmiaU

No hay comentarios:

Publicar un comentario