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| Yo |
Cuando llegaba la siega de verdad, la máquina se movía de pieza en
pieza, parcelas pequeñas, y había que seguirla porque los hijos teníamos que
recoger los fajos y hacer los fascales; en aquellos momentos no valía ser pequeño,
todos trabajábamos a una, el que más podía por el que menos, el caso es que
todos aportábamos nuestro granito de arena. Antes mi padre nos había engañado a
los tres pequeños como tontos, al principio de iniciar la pieza y como no había
fajos, nos montaba en la máquina con la recomendación de que nos sujetáramos
fuerte y vigiláramos que todo fuera bien, nosotros nos lo creíamos e íbamos más
contentos que unas pascuas prestando el máximo de atención: la realidad es que
con esas triquiñuelas mi padre conseguía que fuéramos en atención y de ese modo
no nos cayéramos. El asiento era para adulto, de chapa ondulada con agujeros en
el fondo, a mí me sobraba por todas partes y cuando la máquina traqueteaba en
demasía me costaba no caerme; por aquel entonces tendría yo cuatro o cinco
años, eso al principio, más tarde hasta ocho y ahí se acabó para mí la proyección
campesina. Uff, menos mal.
Las rastrojeras eran altas y las cañas cortaban la
piel de mis piernas diminutas como cuchillas, a partir del tercer día de siega
mi hermana pequeña y yo teníamos las piernas completamente ensangrentadas, pero
no por ello dejábamos de recoger los malditos fajos. Era un martirio, yo
procuraba caminar arrastrando los pies a fin de tumbar las cañas, era efectivo
pero sólo a medias, los pies seguían siendo demasiado diminutos y en esa labor no
eran muy eficaces; además, las hermana mayor, imperativa ella como pocas
mujeres, mandona como ella sola sabía ser, impertinente como señora con cien
criados, nos metía prisa y nos espoleaba de malas maneras, así que por fas o
por nefas no había posibilidad humana de salvarse. Yo no me gané el pan con el
sudor de mi frente, para eso estaba mi padre; yo comí el pan con la sangre de
mis piernas, así de violenta era aquella maldita vida de campesino
destripaterrones. Desde luego, si es cierto, aquella primera infancia me hizo
duro y resistente, capaz de aguantar el calor inmisericorde o los fríos más
violentos del planeta. Si en ocasiones tengo respuestas o actitudes cortantes,
ahora ya sabéis a qué se debe.
Durante el mes de junio estábamos condenados a seguir
segando y segando, al final el ruido de la máquina, el polvo que levantaba y el
sopor de los calores se hacían insoportables, pero cuando llegaba la hora de la
merienda nos sentábamos la familia entera con el criado alrededor de un fascal
y nos aprestábamos a dar buena cuenta de los suculentos alimentos que había
preparado la madre. Solía haber chorizo metido en manteca, costillas en aceite,
lomo adobado, torreznos y jamón y algunos otros alimentos que ya no recuerdo;
mi madre era la encargada de estos apaños, ella repartía y a ella confiábamos
el hambre de niños deseosos de crecer y hacernos mayores. La parte del rito se
complementaba con la aportación del padre, él era quien cortaba siempre las
rebanas de pan de aquellas hogazas descomunales de dos kilos y que mi madre
amasaba y cocía en nuestro horno una vez a la semana. Pertenecíamos a la
economía de la supervivencia y, como tales, en la familia se elaboraba hasta la
famosa mantequilla de Soria, utilizando un batiente muy largo que se introducía
en un tubo de madera, el manzadero o batidor para batir la nata fermentada de
la leche.
Yo deambulaba por las orillas del Iregua acercándome
con relativa calma a los cerezos, tenía por norma comerme unas cuantas cerezas
deprisa y después cogía un puñadito que me lo iba zampando mientras andaba con
tranquilidad, sí me sorprendía el dueño no podía hacerme nada porque sólo
llevaba unas pocas en la mano; esta forma de actuar daba buen resultado, yo
comía todos los días cerezas, no abusaba y, lo más importante, no tenía ni que
correr ni que esconderme de nadie, en consecuencia las cerezas me sentaban de
maravilla. Por supuesto que existen otras frutas que me gustaban y que me
siguen gustando, pero las cerezas son las primeras en llegar de la temporada
después de las fresas, además su sabor dulce con toque ácido y su carne
turgente me encantan. A mí no me gusta la fruta con exceso de azúcar,
empalagosa, ni que esté muy sazonada, la prefiero tersa, justa de azúcar y con
ese toque característico que le proporciona la acidez de la fruta que le falta
un toque de madurez.
De estos pequeños hurtos yo no comentaba nada en
casa, era mi secreto y tampoco hacía comentarios con los amigos, no quería que
me tomaran por ladrón. Para mí era irresistible, en el tiempo que yo había
vivido en Soria apenas comíamos fruta fresca, de temporada, no había medios de
comunicación y llegaban muy pocos productos al pueblo y casi siempre estaban
pasados. Nosotros los niños los teníamos a deseo y cuando yo me vi en La Rioja
teniendo la fruta al alcance no me refrené lo más mínimo, alargaba la mano
cogía fruta y comía, punto. Curiosamente esa costumbre se me quedó de por vida,
todavía cuando estoy en el campo sigo alargando la mano, sigo cogiendo fruta y
la degusto; pero nadie podrá decir que me haya visto coger fruta a brazadas,
echarla al coche y salir pitando, ni me gusta, ni disfruto, ni tengo necesidad
de hacerlo.
Sin embargo, es tan hermoso coger una manzana,
p.p.e., e ir comiéndotela según prosigues el paseo. La manzana en el árbol
siempre está tiesa, a veces incluso un poco dura, cuesta hincarle los dientes,
y es un placer escuchar el “crack” al romperse por la acción del mordisco y es
fantástica la carne blanca y maravilloso el sabor ácido con el que agasaja al
paladar y su profundo aroma que penetra hasta el fondo e inunda la glándulas
olfativas, y te llenas de manzana,
entero te llenas de sabor, olor y sensaciones de la manzana.
Continuará o no continuará, quién sabe, el caso es no aburrir al personal siempre con la misma cantinela. Ay las batallitas del abuelo, qué pesado era.

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