viernes, 16 de mayo de 2014

ANSELMO, COSAS Y HECHOS DE MI VIDA VI


Yo
Cuando llegaba la siega de verdad, la máquina se movía de pieza en pieza, parcelas pequeñas, y había que seguirla porque los hijos teníamos que recoger los fajos y hacer los fascales; en aquellos momentos no valía ser pequeño, todos trabajábamos a una, el que más podía por el que menos, el caso es que todos aportábamos nuestro granito de arena. Antes mi padre nos había engañado a los tres pequeños como tontos, al principio de iniciar la pieza y como no había fajos, nos montaba en la máquina con la recomendación de que nos sujetáramos fuerte y vigiláramos que todo fuera bien, nosotros nos lo creíamos e íbamos más contentos que unas pascuas prestando el máximo de atención: la realidad es que con esas triquiñuelas mi padre conseguía que fuéramos en atención y de ese modo no nos cayéramos. El asiento era para adulto, de chapa ondulada con agujeros en el fondo, a mí me sobraba por todas partes y cuando la máquina traqueteaba en demasía me costaba no caerme; por aquel entonces tendría yo cuatro o cinco años, eso al principio, más tarde hasta ocho y ahí se acabó para mí la proyección campesina. Uff, menos mal.

Las rastrojeras eran altas y las cañas cortaban la piel de mis piernas diminutas como cuchillas, a partir del tercer día de siega mi hermana pequeña y yo teníamos las piernas completamente ensangrentadas, pero no por ello dejábamos de recoger los malditos fajos. Era un martirio, yo procuraba caminar arrastrando los pies a fin de tumbar las cañas, era efectivo pero sólo a medias, los pies seguían siendo demasiado diminutos y en esa labor no eran muy eficaces; además, las hermana mayor, imperativa ella como pocas mujeres, mandona como ella sola sabía ser, impertinente como señora con cien criados, nos metía prisa y nos espoleaba de malas maneras, así que por fas o por nefas no había posibilidad humana de salvarse. Yo no me gané el pan con el sudor de mi frente, para eso estaba mi padre; yo comí el pan con la sangre de mis piernas, así de violenta era aquella maldita vida de campesino destripaterrones. Desde luego, si es cierto, aquella primera infancia me hizo duro y resistente, capaz de aguantar el calor inmisericorde o los fríos más violentos del planeta. Si en ocasiones tengo respuestas o actitudes cortantes, ahora ya sabéis a qué se debe.

Durante el mes de junio estábamos condenados a seguir segando y segando, al final el ruido de la máquina, el polvo que levantaba y el sopor de los calores se hacían insoportables, pero cuando llegaba la hora de la merienda nos sentábamos la familia entera con el criado alrededor de un fascal y nos aprestábamos a dar buena cuenta de los suculentos alimentos que había preparado la madre. Solía haber chorizo metido en manteca, costillas en aceite, lomo adobado, torreznos y jamón y algunos otros alimentos que ya no recuerdo; mi madre era la encargada de estos apaños, ella repartía y a ella confiábamos el hambre de niños deseosos de crecer y hacernos mayores. La parte del rito se complementaba con la aportación del padre, él era quien cortaba siempre las rebanas de pan de aquellas hogazas descomunales de dos kilos y que mi madre amasaba y cocía en nuestro horno una vez a la semana. Pertenecíamos a la economía de la supervivencia y, como tales, en la familia se elaboraba hasta la famosa mantequilla de Soria, utilizando un batiente muy largo que se introducía en un tubo de madera, el manzadero o batidor para batir la nata fermentada de la leche.  

Yo deambulaba por las orillas del Iregua acercándome con relativa calma a los cerezos, tenía por norma comerme unas cuantas cerezas deprisa y después cogía un puñadito que me lo iba zampando mientras andaba con tranquilidad, sí me sorprendía el dueño no podía hacerme nada porque sólo llevaba unas pocas en la mano; esta forma de actuar daba buen resultado, yo comía todos los días cerezas, no abusaba y, lo más importante, no tenía ni que correr ni que esconderme de nadie, en consecuencia las cerezas me sentaban de maravilla. Por supuesto que existen otras frutas que me gustaban y que me siguen gustando, pero las cerezas son las primeras en llegar de la temporada después de las fresas, además su sabor dulce con toque ácido y su carne turgente me encantan. A mí no me gusta la fruta con exceso de azúcar, empalagosa, ni que esté muy sazonada, la prefiero tersa, justa de azúcar y con ese toque característico que le proporciona la acidez de la fruta que le falta un toque de madurez.

De estos pequeños hurtos yo no comentaba nada en casa, era mi secreto y tampoco hacía comentarios con los amigos, no quería que me tomaran por ladrón. Para mí era irresistible, en el tiempo que yo había vivido en Soria apenas comíamos fruta fresca, de temporada, no había medios de comunicación y llegaban muy pocos productos al pueblo y casi siempre estaban pasados. Nosotros los niños los teníamos a deseo y cuando yo me vi en La Rioja teniendo la fruta al alcance no me refrené lo más mínimo, alargaba la mano cogía fruta y comía, punto. Curiosamente esa costumbre se me quedó de por vida, todavía cuando estoy en el campo sigo alargando la mano, sigo cogiendo fruta y la degusto; pero nadie podrá decir que me haya visto coger fruta a brazadas, echarla al coche y salir pitando, ni me gusta, ni disfruto, ni tengo necesidad de hacerlo.

Sin embargo, es tan hermoso coger una manzana, p.p.e., e ir comiéndotela según prosigues el paseo. La manzana en el árbol siempre está tiesa, a veces incluso un poco dura, cuesta hincarle los dientes, y es un placer escuchar el “crack” al romperse por la acción del mordisco y es fantástica la carne blanca y maravilloso el sabor ácido con el que agasaja al paladar y su profundo aroma que penetra hasta el fondo e inunda la glándulas olfativas, y te llenas de manzana,  entero te llenas de sabor, olor y sensaciones de la manzana.


Continuará o no continuará, quién sabe, el caso es no aburrir al personal siempre con la misma cantinela. Ay las batallitas del abuelo, qué pesado era.

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