![]() |
| más o menos, así eran las que yo me comía tan a gusto |
El verano llegaba al pueblo cuando se terminaban las clases, los niños
estábamos deseando olvidarnos de la maestra, Beatriz se llamaba, una cosa
gorda, eternamente vestida de negro, toquilla de punto haciendo juego con el mismo
color, pelo entre rubio y blanco, ojos claros, piel de escayola, papada
monstruosa, manos con dedos gruesos, muñecas abultadas y muy redondas, brazos
de levantador de piedra, piernas en columna, culo grandísimo y tetas en
consonancia con el trassero; lo que se dice una joya de mujer, supongo que para
su marido e hijos. Había sido enfermera voluntaria durante la Guerra Civil,
creo que falangista declarada, y al final de la contienda le obsequiaron sus
servicios patrióticos con el título de maestra de escuela, suplantando al maestro
anterior que había sido represaliado. Para ella las clases consistían en
hacernos estudiar, que no estudiábamos y sí nos aburríamos como ostras,
increíble dinámica pedagógica la suya, mientras ella se pasaba las horas
haciendo calceta al lado de la estufa de serrín, al final nos preguntaba un
poco sobre el tema y así transcurría el patético curso.
Hartos, estábamos hartos de hacer el paripé, de no aprender, de tener
la sensación de que aquello no servía para nada, y, efectivamente, así sería.
Cuando yo llegué a la ciudad, me encontré siendo el tonto de clase, hasta los
más torpes sabían más que yo, y ello condujo a que me viera obligado a estudiar
como un idiota todo lo que ignoraba y no había estudiado anteriormente, amén de
ser castigado en alguna ocasión y verme obligado a escribir la lección como
castigo. Tener que escribir la lección era humillante, verme dentro del pelotón
de los inútiles era humillante, ser considerado un cretino era humillante;
bien, todo tiene arreglo, en este caso peor que mal, aunque yo tuviera que
esforzarme como buenamente pude pues carecía del más elemental método de
estudio, pero en mi fuero interno mi propósito consistía en que al año
siguiente no estuviera en la cola, y lo conseguí, por supuesto.
A finales de junio maduraban las moras de las moreras que había en la
estación del ferrocarril, yo me las ingeniaba para aparecer por allí con
bastante frecuencia, me hacía el tonto, me pegaba al lado del tronco del árbol
que tenía las moras que a mí más me gustaban y allí me quedaba hasta que el
jefe de estación, el señor Alberico, me daba permiso para que pudiera iniciar
mi gran banquete. Eran las moras moradas las más dulces, las de mayor tamaño,
mis preferidas, las mejores estaban en lo más alto de las ramas, así que
siempre andaba por los sitios más peligrosos; a mí aquella circunstancia no me
importaba, no padecía vértigo y era ágil como los monos, yo lo que pretendía era
coger muchas para comerlas a bocados, con ansia, tenía que comer rápido porque
enseguida nos hacía bajarnos con el pretexto de que había que dejar para el día
siguiente. Sí andaba por allí mi primera novia, nada extraño porque era la
segunda hija del jefe de la estación, solía echarle puñaditos para que comiera
ella, yo lo hacía con gusto aunque ya sabía que ese día comería bastantes
menos. Este pequeño detalle tenía su importancia, yo quedaba como un caballero
y su padre me tenía enchufado porque sabía que me preocupaba de su hija; lo de
nuestro noviazgo estaba en boca de todo el pueblo, y no en pocas ocasiones se
reían de nosotros.
A partir del año que cumplí catorce decidí que ya no quería volver al
pueblo, me había integrado con éxito en la ciudad de Logroño, sacaba los cursos
con normalidad, tenía mi ambiente propio, mi cuadrilla de amigos con los que
estaba todo el día, a su vez nos relacionábamos con nuestra consabida cuadrilla
de amigas, tonteaba con Carmen, me divertía bañándome en el río, al principio
en el Iregua y cuando ya dominaba la situación en el Ebro. Si teníamos dinero
alquilábamos barcas y hacíamos batallas de barcos, unas cuantas hundimos en
medio del río; luego había que arrastrarla hasta la orilla, sacarla, vaciarla
del agua, en fin, un desastre porque nuestra ropa estaba toda calada incluyendo
las zapatillas. Pero lo más importante, es que nos reíamos mucho, nada extraño
tratándose de adolescentes. Y claro, yo pasaba de ir al pueblo como del mismo
demonio.
Yo siento un auténtico placer al bañarme en el agua que corre en
libertad cauce abajo, el agua en movimiento me produce la sensación de mayor
vitalidad, para mi gusto las sensaciones son más vibrantes que cuando lo hago
en el mar o en algún lago, laguna, pantano, etc. A las aguas remansadas les
falta expresividad, parecen languidecer bajo la luz del sol, se muestran como
si estuvieran cansadas, hay excesiva laxitud en su estar; en fin, les falta
dinámica del movimiento, de la vibración que genera la vida y que hace que los
seres humanos sucumbamos ante la agitación armónica de las notas de una
sinfonía. La sinfonía del agua que resbala por la cascada, que salta un
rompiente, una pequeña presa o un gran salto de una central hidroeléctrica, o
el imponente estruendo cuando se precipita por unas cataratas. Pensad en esto y
comprobaréis los diferentes matices del sonido del agua, de su estar, de su
pasar, de su esencia. A mí no me han gustado nunca las piscinas, agua remansada
y clorada, agua muerta que además escuece a los ojos, lejías, lejías, lejías;
¡qué asco!, me producen alergia.
Continuará
![]() |
| El Ebro a su paso por Logroño, El Pozo Cubillas, zona muy peligrosa, con muchas lastras que provocan remolinos, casi todos los años se producía algún ahogamiento. |


No hay comentarios:
Publicar un comentario