jueves, 8 de mayo de 2014

ANSELMO, COSAS Y HECHOS DE MI VIDA, V






Al final somos seres anónimos.

Nota preliminar: cuando el vacío se extiende a tu alrededor, cuando el pecho se comprime y no te deja respirar, cuando la muerte se hace eco en tu entorno próximo, cualquier ayuda, cualquier gesto humano es bienvenido, se hace por completo imprescindible y llena las páginas del almanaque con  facciones rasgos y nombres que son rostros humanos. El sentimiento es el valor añadido de la factura que día a día debemos pagar al tiempo por el hecho de sobrevivir, es el gesto de agradecimiento a la persona que nos tiende su mano, es la manifestación de la atracción ejercida entre dos seres ante el encuentro fugaz, aunque los dos sepan que nunca más volverán a encontrarse.






Paisaje extremeño, fotografía cedida amablemente por Trinidad Grande Prado. Agradecido


Anselmo, Cosas y hechos de mi vida V

El idilio con las moras se acababa pronto, en cuanto se terminaban las clases se iniciaban las tareas de la recolección, había que segar, la cosecha estaba por recoger y cuanto antes se hiciera la siega menos riesgo de que una pedrisca acabara con el esfuerzo del año y nos dejara el granero vacío. En esos momentos había inquietud en las familias del pueblo, también en la nuestra y mi padre se pasaba el día mirando al cielo, en cuanto aparecían nubes se echaba a temblar. -Quiera dios que pase de largo, -solía decir esperando que le refrendara nuestra madre, su mujer, la cual, como es de suponer, enseguida se aprestaba a reforzar los argumentos de su marido a quien idolatraba. Ella lanzaba jaculatorias por toda  la casa y de cuando en cuando salía al corral para adivinar el devenir de las nubes que se acercaban cual dragón amenazador, insistiendo en su rosario de santos, vírgenes y cuantos seres extraordinarios y milagreros se le ocurrieran pidiendo protección.

Al final la tormenta pasaba, a veces dejaba caer el agua y seguía su rumbo en dirección hacia las montañas que separan la meseta soriana del maravilloso valle del Ebro, en dirección nordeste; pero esas mismas tormentas que en las tierras altas solían ser inofensivas, terminaban asolando los cultivos del valle con inusitada frecuencia. En casa nos enterábamos al día siguiente por la radio, lo que daba pábulo para que mi padre, exagerando sus apreciaciones de campesino ducho en nubes y el tiempo, afirmara sin cortarse un pelo: “Ves, Dolores, ya te decía yo que las nubes de ayer amenazaban granizo, que eran peligrosas, negras, negras e iban bien cargadas de agua”. –Sí, Juan, llevabas razón –replicaba mi madre, -a mí también me dieron mala espina, menos mal que pasaron de largo.

Claro está, cuando la mies se tostaba había que segar. Mi progenitor era un genio para aquello de la máquina segadora atadora. Quince días antes de iniciarse la siega, ya la andaba preparando a fin de tenerla a punto en cuanto fuera preciso segar la mies. Yo solía pasarme muchos ratos en la cochera, contemplando el trajín que se llevaba mi padre ayudado por el criado de labranza. Me encantaba la barra de las cuchillas triangulares que habían de cortar las mieses, con el corte acanalado y basto para que no fallara; el juego de las tres lonas, la de la plataforma inferior encargada de recoger la mies y trasladarla al encuentro de las dos inclinadas que la subían hasta la plataforma superior, en donde gracias a uno ganchos como cuernos que hacían zis zas, la iban apretando para hacer los fajos; al pronto entraba la aguja en funcionamiento que saliendo desde abajo acercaba la cuerda al gatillo que hacía el nudo, de inmediato la cuchilla cortaba la cuerda y con un golpe seco el expulsor tiraba el fajo al suelo.

Estos trabajos, lo mismo que segar, igual que en la labranza los hacía mi padre con el sempiterno cigarrillo en la boca. El Hombre era un fumador compulsivo y siempre andaba liando cigarrillos de aquel tabaco negro que le decían cuarterón; si me excluyo a mí, no he visto a un hombre en mi vida que fumara tanto, aunque me creo que fumaba más que yo. A mí, de la historia de la máquina, lo que más ilusión me hacía era cuando se enganchaban los animales de tiro, daban unas cuantas vueltas por la explanada comprobando que todo funcionaba a la perfección, y yo disfrutaba viendo a mi padre mirando con atención por uno u otro lado, comprobando este o aquel mecanismo, en verdad que lo admiraba. En esos precisos momentos no fumaba, estaba tan absorto con la máquina que ni se le ocurría encender un cigarro, pero en cuanto daba por buena la prueba ya estaba liando uno nuevo.

En Logroño me olvidé de estas historias, aunque no del todo porque todavía las recuerdo con viveza, prodigiosa memoria la mía de niño. Terminado el curso yo me andaba por las orillas del Iregua de poza en poza, se trata de un río afluente del Ebro que recorre la Sierra del Camero de sur a norte, nace en la Sierra Cebollera, Sistema Ibérico, y es uno de los siete ríos riojanos. Solía bañarme en la zona que llamábamos Puente Madre, pequeñas pozas de canto rodado creadas por el agua y que por el efecto de las riadas eran cambiantes todos los años, más o menos estaban en el mismo lugar pero si conocías el río sabías que de un año a otro había cambios. La primera época del Iregua yo andaba parco en amores, tenía la sensación de que las chicas se reían de mí por ser de pueblo, además, unido a mi extrema timidez me creaba problemas de comunicación difícilmente resolubles.

Poco a poco fui sacando los pies de las alforjas y para cuando cumplí los trece años ya había conseguido una relación satisfactoria con el sexo opuesto, las chicas de mis amores, aunque todavía andaba ciscando la consabida timidez, yo ya tenía la decisión de vencerla. Ahora, a mi edad, me doy cuenta de que la timidez no se vence nunca, se puede controlar, aminorar, pero siempre queda un rasgo que te hace ser precavido en los dichos y en las relaciones con el prójimo. Digamos que la timidez se trasforma en prudencia, lo cual no te permite hablar por hablar, diciendo tonterías por aquello de hablar ante todos y por encima de todos. Me molesta la gente que habla para escucharse a sí misma, son gentes vacías de mente y carentes de ecuanimidad ante la vida, son como los políticos de mierda diciendo majaderías que no hay un dios que se las coma, a no ser que se tenga esa basura del carnet del partido.

En cierta ocasión que yo me estaba bañando en el río empezó a llover, salí del agua, cogí la ropa y me fui corriendo para refugiarme debajo del puente de la carreta. Allí había una poza pequeña que no se utilizaba porque era de agua medio remansada, dejé la ropa en el suelo y me metí en el agua, y allí estuve más feliz que unas castañuelas saltarinas, bañándome mientras llovía. La sensación fue indescriptible, tenía agua por todos los lados, arriba, abajo, a un costado, a otro costado y yo me quedé metido en medio de la charca sin moverme, viendo caer el agua de la lluvia, sintiendo el frescor del agua, la pureza del agua, las maravillosas sensaciones relajantes del agua.  Cuando terminó de llover me salí del río, esperé un rato para secarme, me vestí y me volví para mi casa.


Continuará


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