![]() |
| Al final somos seres anónimos. |
Nota preliminar: cuando el vacío se extiende a tu alrededor, cuando el pecho se comprime y no te deja respirar, cuando la muerte se hace eco en tu entorno próximo, cualquier ayuda, cualquier gesto humano es bienvenido, se hace por completo imprescindible y llena las páginas del almanaque con facciones rasgos y nombres que son rostros humanos. El sentimiento es el valor añadido de la factura que día a día debemos pagar al tiempo por el hecho de sobrevivir, es el gesto de agradecimiento a la persona que nos tiende su mano, es la manifestación de la atracción ejercida entre dos seres ante el encuentro fugaz, aunque los dos sepan que nunca más volverán a encontrarse.
![]() |
| Paisaje extremeño, fotografía cedida amablemente por Trinidad Grande Prado. Agradecido |
Anselmo, Cosas y hechos de mi
vida V
El idilio con las moras se acababa pronto, en cuanto se terminaban las
clases se iniciaban las tareas de la recolección, había que segar, la cosecha
estaba por recoger y cuanto antes se hiciera la siega menos riesgo de que una
pedrisca acabara con el esfuerzo del año y nos dejara el granero vacío. En esos
momentos había inquietud en las familias del pueblo, también en la nuestra y mi
padre se pasaba el día mirando al cielo, en cuanto aparecían nubes se echaba a
temblar. -Quiera dios que pase de largo, -solía decir esperando que le
refrendara nuestra madre, su mujer, la cual, como es de suponer, enseguida se
aprestaba a reforzar los argumentos de su marido a quien idolatraba. Ella
lanzaba jaculatorias por toda la casa y de cuando en cuando salía al corral
para adivinar el devenir de las nubes que se acercaban cual dragón amenazador,
insistiendo en su rosario de santos, vírgenes y cuantos seres extraordinarios y
milagreros se le ocurrieran pidiendo protección.
Al final la tormenta pasaba, a veces dejaba caer el agua y seguía su
rumbo en dirección hacia las montañas que separan la meseta soriana del
maravilloso valle del Ebro, en dirección nordeste; pero esas mismas tormentas
que en las tierras altas solían ser inofensivas, terminaban asolando los
cultivos del valle con inusitada frecuencia. En casa nos enterábamos al día
siguiente por la radio, lo que daba pábulo para que mi padre, exagerando sus
apreciaciones de campesino ducho en nubes y el tiempo, afirmara sin cortarse un
pelo: “Ves, Dolores, ya te decía yo que las nubes de ayer amenazaban granizo,
que eran peligrosas, negras, negras e iban bien cargadas de agua”. –Sí, Juan,
llevabas razón –replicaba mi madre, -a mí también me dieron mala espina, menos
mal que pasaron de largo.
Claro está, cuando la mies se tostaba había que segar. Mi progenitor
era un genio para aquello de la máquina segadora atadora. Quince días antes de
iniciarse la siega, ya la andaba preparando a fin de tenerla a punto en cuanto
fuera preciso segar la mies. Yo solía pasarme muchos ratos en la cochera,
contemplando el trajín que se llevaba mi padre ayudado por el criado de
labranza. Me encantaba la barra de las cuchillas triangulares que habían de
cortar las mieses, con el corte acanalado y basto para que no fallara; el juego
de las tres lonas, la de la plataforma inferior encargada de recoger la mies y
trasladarla al encuentro de las dos inclinadas que la subían hasta la
plataforma superior, en donde gracias a uno ganchos como cuernos que hacían zis
zas, la iban apretando para hacer los fajos; al pronto entraba la aguja en
funcionamiento que saliendo desde abajo acercaba la cuerda al gatillo que hacía
el nudo, de inmediato la cuchilla cortaba la cuerda y con un golpe seco el
expulsor tiraba el fajo al suelo.
Estos trabajos, lo mismo que segar, igual que en la labranza los hacía
mi padre con el sempiterno cigarrillo en la boca. El Hombre era un fumador
compulsivo y siempre andaba liando cigarrillos de aquel tabaco negro que le
decían cuarterón; si me excluyo a mí, no he visto a un hombre en mi vida que
fumara tanto, aunque me creo que fumaba más que yo. A mí, de la historia de la
máquina, lo que más ilusión me hacía era cuando se enganchaban los animales de
tiro, daban unas cuantas vueltas por la explanada comprobando que todo
funcionaba a la perfección, y yo disfrutaba viendo a mi padre mirando con
atención por uno u otro lado, comprobando este o aquel mecanismo, en verdad que
lo admiraba. En esos precisos momentos no fumaba, estaba tan absorto con la
máquina que ni se le ocurría encender un cigarro, pero en cuanto daba por buena
la prueba ya estaba liando uno nuevo.
En Logroño me olvidé de estas historias, aunque no del todo porque
todavía las recuerdo con viveza, prodigiosa memoria la mía de niño. Terminado
el curso yo me andaba por las orillas del Iregua de poza en poza, se trata de
un río afluente del Ebro que recorre la Sierra del Camero de sur a norte, nace
en la Sierra Cebollera, Sistema Ibérico, y es uno de los siete ríos riojanos.
Solía bañarme en la zona que llamábamos Puente Madre, pequeñas pozas de canto
rodado creadas por el agua y que por el efecto de las riadas eran cambiantes
todos los años, más o menos estaban en el mismo lugar pero si conocías el río
sabías que de un año a otro había cambios. La primera época del Iregua yo
andaba parco en amores, tenía la sensación de que las chicas se reían de mí por
ser de pueblo, además, unido a mi extrema timidez me creaba problemas de
comunicación difícilmente resolubles.
Poco a poco fui sacando los pies de las alforjas y para cuando cumplí
los trece años ya había conseguido una relación satisfactoria con el sexo
opuesto, las chicas de mis amores, aunque todavía andaba ciscando la consabida
timidez, yo ya tenía la decisión de vencerla. Ahora, a mi edad, me doy cuenta de
que la timidez no se vence nunca, se puede controlar, aminorar, pero siempre
queda un rasgo que te hace ser precavido en los dichos y en las relaciones con
el prójimo. Digamos que la timidez se trasforma en prudencia, lo cual no te
permite hablar por hablar, diciendo tonterías por aquello de hablar ante todos
y por encima de todos. Me molesta la gente que habla para escucharse a sí
misma, son gentes vacías de mente y carentes de ecuanimidad ante la vida, son
como los políticos de mierda diciendo majaderías que no hay un dios que se las
coma, a no ser que se tenga esa basura del carnet del partido.
En cierta ocasión que yo me estaba bañando en el río empezó a llover,
salí del agua, cogí la ropa y me fui corriendo para refugiarme debajo del
puente de la carreta. Allí había una poza pequeña que no se utilizaba porque
era de agua medio remansada, dejé la ropa en el suelo y me metí en el agua, y
allí estuve más feliz que unas castañuelas saltarinas, bañándome mientras
llovía. La sensación fue indescriptible, tenía agua por todos los lados,
arriba, abajo, a un costado, a otro costado y yo me quedé metido en medio de la
charca sin moverme, viendo caer el agua de la lluvia, sintiendo el frescor del
agua, la pureza del agua, las maravillosas sensaciones relajantes del agua. Cuando terminó de llover me salí del río,
esperé un rato para secarme, me vestí y me volví para mi casa.
Continuará


No hay comentarios:
Publicar un comentario