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| Así viene a ser la tierra ondulante del Campo de Gómara |
Cosas y hechos de mi
vida II
Las puestas de sol en verano eran eternas, mis padres tenían la era en
un alto para recoger mejor los vientos cuando tenían que aventar, un elemento
que en aquella tierra no solía faltar puesto que los cierzos podían ser terribles.
Cuando terminábamos de trillar la parva, rastrear la paja y el grano, hacer el
montón, barrer la era, los niños ya teníamos la jornada terminada; a partir de
ese momento nos desperdigábamos por cualquier lugar, jugábamos al escondite, a
tres navíos, etc., pero a mí lo que en verdad me gustaba era acercarme al corte
del terreno sobre el arroyo, sentarme en las rocas y contemplar las eternizadas
puesta de sol, viendo caer a la estrella al otro lado de la Sierra de Santana. Yo entonces no lo sabía, pero estaba haciendo lo mismo que hacía cuando fui Antonio Machado, desde el alto de la sierra él contemplaba la llanura donde se asentaba mi pueblo, con el Moncayo al fondo cerrando el horizonte, y yo, desde mi modesta posición, contemplaba la Sierra de Santana desde la llanura.
Se reían de mí y me tomaban el pelo, yo callaba las más de las veces,
en otras protestaba y en alguna me enfadaba. No me gustaba, era evidente que no
me gustaba que me persiguieran, que estuvieran pendientes de mis cosas, de mi forma
de estar a mis anchas. Para mis padres no, pero para los demás siempre fui el
raro, el niño que le gustaba andarse por las ramas y que tenía cosas de “poeta”;
yo no podía evitarlo y mis relaciones con los demás siempre eran esquivas,
incluso con la mujer del hermano mayor de mi padre, que la asquerosa de ella me
llevaba a mal vivir, ¡qué odio la llegué a tener!
El distanciamiento hacia la gente inculta es algo que en alguna manera
he seguido manteniendo toda mi vida, lo cual me ha granjeado antipatías,
críticas terribles, a veces groseras, también la indiferencia y la consiguiente
retirada del saludo en señal de venganza y desprecio hacia mi persona. Cuando esto último sucedo yo lo agradezco,
menos palizas tengo que aguantar, entre otras porque sigue sentándome bien la
soledad. Yo no veo televisión, no se enciende
en mi casa, cuando la gente se entera alucina y de primeras no me creen, pero cuando yo les insisto al final
no les queda otro remedio que aceptarlo, a mí no me gusta llenar mi casa de
gente grosera, que se cuela por el televisor para contarme guarradas
inconcebibles e, incluso, llega dispuesta a desafiar mi autoridad, intentando,
sin ningún pudor, el consiguiente golpe de estado, que dicho sea de paso, no se
lo permito.
Así que yo me he convertido en un hombre hermético, desprecio las grandes
reuniones, los aplausos facilones, las alharacas de vodevil barriobajero con su
correspondiente puesta en escena en base a malabarismos lingüísticos, eternos circunloquios
a base de mala pantomima, puestas en escenas de tíos forzudos a base de ser
forzados en el gimnasio, etc. A base de, a base de, a base de aguantar durante
toda mi vida la cretinez mental de los triunfadores sociales, me he hecho un
auténtico cascarrabias, con fama de tener malas pulgas. Me da igual, yo vivo al
margen, mejor dicho, sobrevivo al margen, me dedico a lo mío, que es mi obra
literaria a base de jornadas enteras de soledad. Bendita soledad cuando es
aceptada, maldita cuando es impuesta; cuando quiera ser famoso ya habré muerto,
cuando quiera vivir de mi obra ya habré muerto, cuando quieran hacerme abuelo
ya habré muerto, y cuando haya muerto vendrá mi hijo como un poseso a hacerse
cargo de su herencia, para disfrutar él y su mujercita de cartón piedra de las
mieles del triunfo, procurando no mancharse sus zapatos de burgués esclavo en
mis miasmas.
Pues no, va a ser que no, dejaré mi obra literaria a quien se me antoje,
a quien vaya a ser mi madre en la siguiente reencarnación, de este modo
disfrutaré de las ventajas y el consabido rendimiento de mi propia obra
literaria; lo cual, es evidente, no he conseguido en mis tres anteriores
reencarnaciones, bueno, ni en las tres últimas ni en las anteriores y ya estoy
cansado de tanta generosidad. No os lo creeréis pero es en ello en lo que estoy
y ya la tengo; estos últimos cuatro meses han sido tan convulsos en mi azorada
vida, me he gastado tan intensamente que me he visto morir, todavía estoy en las
mismas, y en estos momentos me estoy preocupando por hacer mi testamento de
modo que el hijo perciba su parte legal, no quiero desheredarlo, pero nada más.
Amor con amor se paga. El resto estará a mi disposición cuando yo retorne, seis
años más tarde de la fecha de mi defunción, de tal modo que cuando yo crezca me
haga cargo de su control y organización.
No soy hombre de tomar
decisiones a la ligera, no soy hombre de venganzas, no soy hombre de odios, y,
por el contrario, sí que soy un hombre que se duele ante la indiferencia, ante
el desprecio, ante la insensatez del hijo. Para tomar la decisión final, ya no
hay marcha atrás, intenté el consabido acercamiento solapadamente, es cierto,
sabiendo de antemano la respuesta, convencido de que su comportamiento ya no me
haría daño. Como padre enamorado de mi hijo hasta anteayer, como padres
respetuoso con su hijo hasta la saciedad, como padre admirador de su hijo hasta
el embobamiento, me sentía en la obligación de llevar a cabo el último intento,
aun a sabiendas del fracaso que conllevaría. Efectivamente, como padre he
fracasado y en estos momentos me alegro, que le zurzan, y espero que tenga el
buen sentido común de no acercarse a mis exequias ni por asomo, no quiero que
ni a él ni a su mujercita de cartón piedra se les manchen sus zapatitos de charol.


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