lunes, 18 de marzo de 2013

LA ESPIRITUALIDAD EN A. MACHADO II




A. Machado. Retrato de F. Herrero


La espiritualidad en A. Machado II

No llegan a cuarenta años el tiempo transcurrido desde que G. A. Bécquer abandonara las tierras de Soria, cuando, guiado por el destino, el poeta Antonio Machado se dejaría sorprender y enamorar por la fuerza de las rocas cortadas por el río Duero a su paso por Soria, por la lumino­sidad de las aguas que discurren entre los cortados al amparo de la sierra de Santana, el Monte de las Ánimas y la base de los altos del Mirón, del Castillo y del Cerro de los Moros, adornados por los sublimes álamos que flanquean y guardan las ruinas del monasterio de San Juan de Duero, también de San Polo y la Ermita de S. Sa­turio. Y hacia las afueras de la ciudad por campos de tierras rojas que entregan sus magras cosechas a los campesinos, y por la impresionante luz del sol que se alza sobre los cielos de Soria para deslumbrar al hombre confundiéndole con la misteriosa luz de su alma. La misma luz que trajo Bécquer en sus alforjas del destino, porque Antonio Machado y Ruiz es una reencarnación más de la gran poética nacida en el magma creador de la gran madre de la poesía; la poesía magmática, madre y origen de toda la poesía universal. Y es a partir de ahora cuando el inmisericorde destino tiene prisa por completar el tapiz poético que se había alzado de manos de la poesía épica, Mío Cid y Los Siete Infantes de Lara, sobre las tierras sorianas, adornándolo con nuevas incorporaciones líricas, las grandes creaciones paisajísticas y humanas del “pintor” de los sueño y ensueños. Ahora sí, ahora el matiz poético emerge colorista sobre las pardas tierras de Soria, que se aprestan a revestirse de verbena, gracias a la palabra sabia, exacta y precisa del maestro de la ensoñación.

Antonio Machado fue un niño de ciudad con alma de “campo”, su camino natural era la naturaleza y su caminar era agreste, poderoso, incansable, haciendo de su peregrinaje en la Tie­rra el principio de la teosofía taoísta: “el hombre sólo es una proyección más, diferenciada, de la creación”, que le dotaba de su fuerte voz personal y universalista. Nacido, criado y educado en la capital, apenas conocía el medio natural fuera de la ciudad. Desde su infancia, en el transcurso del tiempo, el alma maravillosa de A. Machado fue penetrando en la fascinación por el medio natural, complementando su formación intelectual y humana, y, cuando ya estuvo formado, se encontró frente a la tierra desnuda de Soria, ante sí mismo, inmerso en ella. Es en esos momentos, críticos para él y su obra, cuando en realidad descubre la naturaleza abierta, la gran naturaleza, la natura­leza del paisaje de su alma. Donde el sueño y el ensueño machadianos serán la misma percepción, el poeta siente las sensaciones desde su espíritu, desde el “todo” su ser mediante la introspección, universalizando sus sensaciones y la tierra que permanece en su entorno, y, que percibe, con clara nitidez, como la verdad poética, del momento vívido, revelada.

Para el poeta la tierra de Soria y la tierra castellana no son una tierra concreta, en sus percepciones internas, espíritu creador, simbolizan la tierra universal que él sueña, y desde su ensueño ve al hombre, a todo hombre, humanismo puro del espíritu, que se asienta en esa tierra, que en ella vive y se afana en su trabajo. Los hechos se desencadenaron desde el primer momento, fulgurantes, en su primera estancia en la ciudad de Soria, en el primer encuentro, ante la primera emoción y la pri­mera ensoñación frente a las aguas del río, y lo hizo precisamente en los tres días que permaneció en mayo de 1907, con ocasión del viaje efectuado desde Madrid al objeto de tomar posesión de su cátedra de francés. Qué misterio portaba Antonio Machado en su mochila poética, del destino, para que se produjera aquel enamoramiento a primera vista; qué principios esenciales de la vida no se precipitaron en la mente del poeta, ante el primer encuentro con la ciudad que más amó; qué sensaciones no percibiría el hombre del caminar pausado, contemplando por primera vez las piedras de la ermita de San Saturio incrustadas en la pared de rocas; qué vibración, escalofrío, interna, no sufriría al encontrar en el espejo del río su alma, reverberando al sol primaveral del atardecer. Es muy probable que no fuera ajena a la profunda impresión recibida de la tierra soriana la memoria de G. A. Bécquer, a quien admiraba, de quien conocía su obra en profundidad y de quien por fuerza hubo de considerarse el continuador del trabajo iniciado por el primero dentro de la poética soriana.

Son dos almas gemelas que nacen de la luz de Sevilla para venir a explosionar a la luz de Soria, ¿quién da más, Sevilla o Soria?, es el mismo sol, la misma luz, la misma energía, la misma angustia en la misma alma intimista de los dos poetas, y por qué en Soria, por qué no en Sevilla; por qué tuvo que ser en Soria donde ellos crearon la gigantesca deuda que los poetas sorianos tenemos contraída con ellos y con Sevilla. Porque sin duda se trata de una deuda, de agradecimiento, que tenemos los poetas de las altas parameras del Duero con Sevi­lla y sus gentes, con Sevilla y su luz, con Sevilla y sus poetas. ¡Sevilla la grande!, la ciudad de la Academia de las Letras Humanas, 1793, fundada para al encuentro con la verdad poética, la Sevilla de los poetas Alberto Lista, Manuel Mª. Mármol, José Blanco White, Manuel Mª Arjona y Cubas, Félix José Reinoso, acompañados de la pléyade de los Paula, López de Cas­tro, Hidalgo, Roldán, Marchena y un largo etc. que fueron dando forma a la fuente poética sevillana de la que tiempo más tarde beberían los Bécquer, Machados, V. Aleixandre y Luis Cernuda. Proceso que desembocaría, gracias a nuestros dos grandes poetas, en las tierras de los páramos de la altimeseta soriana, donde el dios Duero de la poesía traza su luminosa curva del arco iris.

No olvidamos, jamás olvidaremos, que Antonio Machado, al igual que su antecesor, era natural de Sevilla, la ciudad luz para los poetas andaluces, también para otros muchos poetas. ¡Ay, del sol de Sevilla suspendido en el arco azul del cielo andaluz!, ¡ay, de la luz de Sevilla, reflejada en el agua del Guadalquivir, a los pies de un puente donde el poeta recuer­da a una mujer!. Aquel puente que el río viera es el mismo puente que el niño vio, aquel río que el niño viera es el mismo río que otro niño vio, y uno de ellos quiso ser pescador, mas cuando al pececillo vio colgando y dando saltos de dolor también él se dolió, y ya no quiso más ser pescador.


Ermita de San Saturio, Soria.
Construida sobre roquedales a la orilla del Duero.

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