Me dijo una tarde
de la primavera:
si buscas caminos
en flor en la tierra,
mata tus palabras
y oye tu alma vieja.
A. Machado.
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| Pantano de la Cuerda del Pozo. Cubierta por las aguas permanece la población de La Muedra, término municipal donde se asentaban las tierras de Alvargonzález. |
Página Visionaria de la Tierra de Alvargonzález.
(Fragmento)
(Fragmento)
Ya quisiera yo, ya quisiera encontrarme con
aquella lejana y siempre alargada sombra del poeta errabundo; cuando en sus
paseos miraba en contraluz al cielo de la tarde y arrastrando parsimonioso los
pies contra el polvo del camino se dejaba acompañar por los álamos de la vereda
del río. A veces, en ciertos momentos la siento demasiado cerca, algo así como
si se hiciera mía; entonces se aproxima a mí, me consuela y me susurra al oído
aquello de: “en la soledad está la obra, atiende tu soledad”. ¡Si!, ¡claro qué
sí!, me refiero a la sombra de Don Antonio, el poeta cantor a la “humilde
primavera soriana”, el profesor del decir grave sus lecciones de francés en
el Instituto de Soria; el hombre de aquella voz del trueno, que en sus poemas
retumbaba en el mismo instante de ser alumbrado por el rayo creador, provocando
el resurgimiento del sentimiento, perdido entre blasfemias, al quedar por un
segundo inundado de luz, para luego permanecer sumido en el anonimato del ser.
Ya quisiera yo encontrarme en los caminos
marcados por sus pasos de esta tierra castellana, hollar las sendas de su
quijote andante, y en cada una de sus huellas plantar una violeta, un lis, una
margarita, una rosa. Qué se yo cuántas flores, versos y primaveras plantaría en
las marcas dejadas por el poeta sobre el altiplano del alto Duero, donde la voz
del viento usa timbre agudo y el agua canta con su infantil ronroneo a las
estrellas en la noche fría; donde la tierra es de roca y la roca se hace de
tierra colorada y dura. Y yo, en medio de esta meseta, vieja y querida, aupado arriba
en el alto, casi rozando el cielo azul, me regalo al placer sensitivo pensando
con cuánto amor araría, sembraría y recogería los frutos del fecundo huerto
poético dejado por aquel hombre de los versos de terciopelo a los otros
hombres, a los que vivían entonces, a los que hemos nacido más tarde, a los que
vendrán detrás de nosotros generación tras generación.
Pienso, quizá con cierta melancolía, no sé
el por qué, en verdad a mí no me corresponde semejante actitud, en la adoración
con que el poeta mimaría los pétalos de tantas margaritas deshojadas, al
preguntarse en sus tribulaciones en torno a la oportunidad del ser o no ser del
amor de Leonor. Y, estando en éstas, sigo pensando en cuántos descensos no
haría aquel hombre a las orillas del Duero, para recoger el agua que habría de
regar el viejo olmo que languidece al lado de la Iglesia del Espino. Y, continúo
con mis divagaciones, pura abstracción mental, cuántos viajes en la distancia no
haría, tiempo más tarde, para regar con sus lágrimas las flores de la tumba
donde reposaba ella y sus sueños rotos, hasta acabar interrogándose, con pavor,
cómo era su rostro ya que el tiempo lo había borrado de su memoria cansada.
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| Laguna Negra y farallones al fondo. |
Luego de haber atravesado el extenso
sabinal de Campoespacio, mi cuerpo permanece erguido en la Atalaya de Abejar,
sita en el corazón de la Sierra de Cabrejas, y mi mente navega a su libre albedrío,
perdiéndose, diluida en el alambique de las sensaciones, de donde manará la
esencia de mi embriaguez vital aupada en el éxtasis contemplativo, el llamado elixir
de los dioses. Dilato las horas, momento sensitivo, permitiendo a los rayos del
sol lavarme el rostro, sudoroso, ausente. No hay prisas, el reloj del tiempo me
regala su tiempo y me limito a tomarlo; no lo robo, ni falta que hace, es un
regalo de los dioses. Por mi parte, en estos momentos, yo contemplo los Picos
de Urbión recortados contra el horizonte, sacudiendo la mente y calmando mi
alma a la búsqueda de sensaciones placenteras. Allí arriba la quietud
sobrecoge, las lagunas, siempre mudas, invitan a remirarte en su espejo;
durante la larga invernada se lo cambian y se lo ponen de hielo, en él se posan
las nieves que también cubre los farallones y las copas de los pinos
inclinándolos bajo su peso. El agua corre por riachuelos que acaban por
precipitarse en el vacío saltando en chispas de luz al encuentro del remanso de
la Laguna Negra. Los matojos de los peñascales, desasistidos de tierra donde
hincar sus uñas, se aferran a las peñas y las adornan con sus crestas de vida.
Desde lo más alto la tierra desciende en su plano inclinado y llega al fondo
del valle llenando su vacío inicial por donde discurre el agua. En su descenso
configura escarpados, riachuelos, roquedales, altozanos y vaguadas. En ese su
hacer, crea un continuo sucederse de formas, volúmenes, espacios, vacíos,
policromías, haciéndose su propio homenaje conformado en alardes de escultura y
arquitectura de la naturaleza.



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