viernes, 8 de febrero de 2013

PÁGINA VISIONARIA DE LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ.



Me dijo una tarde
de la primavera:
si buscas caminos
en flor en la tierra,
mata tus palabras
y oye tu alma vieja.
          
A. Machado.


Pantano de la Cuerda del Pozo. Cubierta por las aguas permanece
la población de La Muedra, término municipal donde se asentaban
las tierras de Alvargonzález. 

Página Visionaria de la Tierra de Alvargonzález.
(Fragmento)

Ya quisiera yo, ya quisiera encontrarme con aquella lejana y siempre alargada sombra del poeta errabundo; cuando en sus paseos miraba en contraluz al cielo de la tarde y arrastrando parsimonioso los pies contra el polvo del camino se dejaba acompañar por los álamos de la vereda del río. A veces, en ciertos momentos la siento demasiado cerca, algo así como si se hiciera mía; entonces se aproxima a mí, me consuela y me susurra al oído aquello de: “en la soledad está la obra, atiende tu soledad”. ¡Si!, ¡claro qué sí!, me refiero a la sombra de Don Antonio, el poeta cantor a la “humilde primavera soriana”, el profesor del decir grave sus lecciones de francés en el Instituto de Soria; el hombre de aquella voz del trueno, que en sus poemas retumbaba en el mismo instante de ser alumbrado por el rayo creador, provocando el resurgimiento del sentimiento, perdido entre blasfemias, al quedar por un segundo inundado de luz, para luego permanecer sumido en el anonimato del ser.

Ya quisiera yo encontrarme en los caminos marcados por sus pasos de esta tierra castellana, hollar las sendas de su quijote andante, y en cada una de sus huellas plantar una violeta, un lis, una margarita, una rosa. Qué se yo cuántas flores, versos y primaveras plantaría en las marcas dejadas por el poeta sobre el altiplano del alto Duero, donde la voz del viento usa timbre agudo y el agua canta con su infantil ronroneo a las estrellas en la noche fría; donde la tierra es de roca y la roca se hace de tierra colorada y dura. Y yo, en medio de esta meseta, vieja y querida, aupado arriba en el alto, casi rozando el cielo azul, me regalo al placer sensitivo pensando con cuánto amor araría, sembraría y recogería los frutos del fecundo huerto poético dejado por aquel hombre de los versos de terciopelo a los otros hombres, a los que vivían entonces, a los que hemos nacido más tarde, a los que vendrán detrás de nosotros generación tras generación.

Pienso, quizá con cierta melancolía, no sé el por qué, en verdad a mí no me corresponde semejante actitud, en la adoración con que el poeta mimaría los pétalos de tantas margaritas deshojadas, al preguntarse en sus tribulaciones en torno a la oportunidad del ser o no ser del amor de Leonor. Y, estando en éstas, sigo pensando en cuántos descensos no haría aquel hombre a las orillas del Duero, para recoger el agua que habría de regar el viejo olmo que languidece al lado de la Iglesia del Espino. Y, continúo con mis divagaciones, pura abstracción mental, cuántos viajes en la distancia no haría, tiempo más tarde, para regar con sus lágrimas las flores de la tumba donde reposaba ella y sus sueños rotos, hasta acabar interrogándose, con pavor, cómo era su rostro ya que el tiempo lo había borrado de su memoria cansada.


Laguna Negra y farallones al fondo.
 Y el verde se mimetiza a sí mismo, multiplica de verde los árboles del bosque y la hierba de las praderas. A ratos también cubre mi esperanza vieja, que siempre permanece expectante; me es tan necesaria y tan imprescindible que se me queda en todo momento indisolublemente unida a mi esencia humana. Los azules del cielo tiñen de añiles las aguas remansadas del pantano de la Cuerda del Pozo, a ellos se suma el verdor de la espesura y del follaje, y azules y verdes se funden en un abrazo fraternal, etéreo, con la luz que me ciega la vista. ¡Cuánta melancolía al pensar en la tristeza de Sorolla, al escapársele definitivamente la calidez, brillo y luminosidad de los cielos de esta tierra! ¡Qué alegría rezuma mi espíritu al permanecer tan largo tiempo en el placer, unívoco, de la redención del alma por mediación del éxtasis! Mi amigo el sol de la tarde, en rojos y amarillos, juega con mis ojos a través de los párpados entornados.

Luego de haber atravesado el extenso sabinal de Campoespacio, mi cuerpo permanece erguido en la Atalaya de Abejar, sita en el corazón de la Sierra de Cabrejas, y mi mente navega a su libre albedrío, perdiéndose, diluida en el alambique de las sensaciones, de donde manará la esencia de mi embriaguez vital aupada en el éxtasis contemplativo, el llamado elixir de los dioses. Dilato las horas, momento sensitivo, permitiendo a los rayos del sol lavarme el rostro, sudoroso, ausente. No hay prisas, el reloj del tiempo me regala su tiempo y me limito a tomarlo; no lo robo, ni falta que hace, es un regalo de los dioses. Por mi parte, en estos momentos, yo contemplo los Picos de Urbión recortados contra el horizonte, sacudiendo la mente y calmando mi alma a la búsqueda de sensaciones placenteras. Allí arriba la quietud sobrecoge, las lagunas, siempre mudas, invitan a remirarte en su espejo; durante la larga invernada se lo cambian y se lo ponen de hielo, en él se posan las nieves que también cubre los farallones y las copas de los pinos inclinándolos bajo su peso. El agua corre por riachuelos que acaban por precipitarse en el vacío saltando en chispas de luz al encuentro del remanso de la Laguna Negra. Los matojos de los peñascales, desasistidos de tierra donde hincar sus uñas, se aferran a las peñas y las adornan con sus crestas de vida. Desde lo más alto la tierra desciende en su plano inclinado y llega al fondo del valle llenando su vacío inicial por donde discurre el agua. En su descenso configura escarpados, riachuelos, roquedales, altozanos y vaguadas. En ese su hacer, crea un continuo sucederse de formas, volúmenes, espacios, vacíos, policromías, haciéndose su propio homenaje conformado en alardes de escultura y arquitectura de la naturaleza.



Laguna Negra en tonos verdes.



No hay comentarios:

Publicar un comentario