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| Como mariposas |
Carta abierta a Merche (Homenaje)
Logroño, noviembre de 2012
Todo empezó el día que apareciste por la empresa en la que yo
trabajaba, venías en busca de un puesto de trabajo. Te vi, me fijé en tu cara alargada,
con el mentón pronunciado; ojos negros, grandes, un pelín gordos; de nariz
generosa y recta; los labios sensuales, muy sensuales; de pechos pronunciados,
ni demasiado grandes y tampoco pequeños, tiraban hacia adentro, a través del
escote aparecía la línea mágica y las formas redondeadas de la zona alta de tus
senos, todavía juveniles, de una muchacha de veintiún años; talle enjuto y
caderas fuertes; piernas robustas, diseñadas para caminar por el monte si no
hubieras sido tan torpe en la montaña. Me dije: “esta tía tiene gancho. Me
gusta”
Así fue como tú y yo nos conocimos, en la antesala de una estúpida
oficina comercial, aséptica, impersonal, una más entre millones, todavía en
este país no se priorizaba la estética, justo que empezábamos a salir del
hambre, entre comillas, pero hambre a fin de cuentas. Yo inicié mi danza de
urogallo previa al romance, anché mi pecho, revoloteé a tu alrededor, y tú te
sacaste el disfraz de culebra, lengua bífida incluida, y te dejaste hacer, y
nos fuimos enredando poco a poco. Días más tarde tu lengua bífida en mi pico, y
mi lengua de urogallo en tu boca de culebra, de caverna a caverna, húmedas y
tibias, las dos, la tuya y la mía. Y así nos enrollamos y continuamos con
nuestros encantamientos, yo encantador de tu culebra y tú encantadora de mi
urogallo. Al final sucedió lo inevitable, la multiétnica Arca de Noé abrió sus
puertas a una nueva pareja, y la inexorable arca del amor se expandió para
darnos cabida, acogernos en su interior y de este modo pudiéramos priorizar
nuestros sentimientos.
Y lo hicimos, como estaba mandado, como lo habían hecho nuestros
padres en la generación precedente y los abuelos en la anterior. Ya sabes cómo
es lo de las familias, la historia de la humanidad no se contabiliza por
siglos, sino que camina a lomos de las generaciones, unas tras otras se
persiguen y los seres humanos nos eternizamos sobre la faz del planeta, el Arca
de Noé, la maravillosa Arca de Noé del planeta tierra. Lo de nuestra aportación
a las generaciones sucedió años más tarde, después de curar tu enfermedad, tuberculosis
ovárica, ¡hostias qué guerra nos dio aquella mierda!; los médicos no tenían ni
idea de por dónde cogerla y menos curarla, menos mal que al final encontré al
médico oportuno, un tal Ilarraza. Para entonces ya te habías ido desprendiendo
de tu disfraz de princesita; ¿te acuerdas?, tontamente decías: “yo he nacido
para ser princesa”, y mi sempiterna respuestas: “pues te equivocas de
príncipe”, refiriéndome a mi persona, a la nimiedad de mi ser que no aspiraba a
la gloria.
Después de tanta reclusión, un buen día acordamos que salieras de casa,
en la que te habías refugiado con la excusa de tu enfermedad y una dosis letal de
indolencia, demasiada indolencia. “Estudiaré magisterio, el plan nuevo”,
decidiste por fin, luego de darle mil vueltas a tu cabecita que desde hacía
algún tiempo había dejado de ser de princesita y se disponía a participar en la
lucha de los seres libres. Y sacaste coraje y te enfrentaste valientemente a la
vida, a los estudios, a las inquietudes sociales del momento; en fin, iniciaste
una andadura que no habías de abandonar si no fuera porque la muerte habría de
interponerse en tu camino.
Y tuvimos nuestros más y nuestros menos, juntos luchamos por la
liberación de la mujer, la libertad o es para todos o para nadie; pero yo, que
veía peligrar mi libertad, reclamaba el respeto debido y se produjeron malentendidos,
nada que no fuera insalvable, simples malas interpretaciones. Y tuvimos que
acoplar los ritmos individuales a los de la pareja, y también a los del amor,
porque hacíamos el amor y nos entendíamos, también nos necesitábamos, igual que
cualquier otra pareja. El endemoniado amor, me consta que a veces reñíamos para
tener la excusa que nos permitiera la reconciliación, y después de amarnos la
consabida reflexión: ¡cariño, qué tontos somos, reñimos por nimiedades!, me decías
con la expresión de felicidad dibujada en tu cara. Y yo te sonreía y te
acariciaba el rostro, y de nuevo nos abrazábamos.
Acaso, ¿recuerdas las fiestas de S. Bernabé del 75? De Pamplona nos
venimos a Logroño, a pasar el fin de semana, inevitable refugio, en casa de tu
madre. Por la noche salimos con los amigos y nos fuimos de juerga, de vinos por
Laurel o S. Juan, no recuerdo bien; después se sucedieron las copas y nos
dieron las horas de la canción de Sabina. Bien cargados regresamos a casa,
íbamos eufóricos y contentos. Ya sabes, la habitación del fondo, en la que
dormíamos cuando estábamos en Logroño, al final del pasillo, incluso había que
pasar por el viejo comedor para acceder a ella. “No hagas ruido que despiertas
a mi madre”, tu recomendación reiterada cuantas veces llegáramos a las tantas. ¡Pesada!,
y yo me moría de risa.
Y entramos en la habitación, y nos desnudamos, y nos comimos a besos,
y tu lengua bífida de culebra en mi lengua de urogallo, y tú me regalaste tu
cuerpo y yo te regalé mi cuerpo, como tantas veces, e hicimos el amor una,
dos…, y al despertar repetimos. A finales del mes de julio, al regresar de uno
de mis viajes la noticia: “estoy embarazada”, dijiste llena de contento; y lo
celebramos por todo lo alto, incluida botella de champan. “Yo quiero una hija”,
decías; “no te molestes porque será hijo”, te respondía yo. En este debate
estuvimos cierto tiempo, incluso te pusiste pesada con lo de la niña, y yo te
insistía con que sería niño, también yo soy cabezón. Son cosas de mis
corazonadas, que las tengo a menudo y nunca me equivoco, yo no tengo la culpa
de ser visionario, un iluminado, ¡cómo tú quieras llamarme!, me da igual.
Viendo tu inquietud, un día te hice una proposición generosa, para
calmarte, para que no se te rompieran las ilusiones de princesita, “si es niño
tú le pones el nombre y si es niña se lo pongo yo”; sorpresivamente la
aceptaste entusiasmada y sellamos el acuerdo. Tuvimos que esperar unos meses,
el día de la ecografía los dos estábamos sobre ascuas, por fin le vimos la
colita al niño. “Ya sabes, te toca buscar nombre”, y nos dimos un abrazo,
delante del médico, que se quedó extrañado, y le explicamos lo del nombre, el
hombre se sonrió y dijo aquello de “buena idea, al próximo mío haré lo mismo con
mi mujer”.
A partir de aquí te hice trampas, ya sabes que yo manejaba la baraja
de una forma no muy católica, sibilinamente te fui llevando hacia los reyes
navarros: Sancho el Fuerte, Santo Garcés, Sancho el Mayor, Sancho el Sabio,
etc., dejando que eligieras por ti misma, sin que para nada se notara mi
influencia. Yo quería un Sancho en la familia, pero no pensaba en homenajear a
los reyes navarros, yo quería un Sancho en honor a la colosal y magnífica obra
de El Quijote. Sancho, el filósofo del pueblo por excelencia, el hombre apegado
a la tierra, a la buena comida y al mejor vino, aunque no tuviera remilgos en
beberse cualquier caldo que se le pusiera a tiro. “Muchos viajes haces a la
bota, amigo Sancho”, “te recuerdo que el tabernero es el que menos tiene que
beber”, recomendaciones inútiles que el Señor Don Quijote hacía a su fiel
escudero y que éste se pasaba por la entrepierna. Sancho, el Gobernador de la
Ínsula de Barataria, que acierta en la aplicación de la justicia, aún cuando
sueña con darse la mayor comilona de su vida…
Mi estimada compañera, éste era el Sancho que yo anhelaba para nombre
de nuestro hijo, por ello no tuve ningún
inconveniente en hacerte trampas. Ya sabes: hombre callado piensa dos veces.
Consideré decírtelo poco después, pero no quería comentártelo prematuramente
para no herir tus sentimientos, para que no te sintieras manipulada, tampoco
inferior porque todos somos iguales ante la vida; hubiera sido cosa de algún
año más en nuestra convivencia y te lo habría comentado clara y abiertamente.
Entonces nos hubiéramos reído porque el tiempo cierra los malos entendidos y
nos permite a los seres humanos reírnos de nosotros mismos. Pero se
precipitaron los acontecimientos, aparecieron los primeros problemas de
convivencia y nuestra relación se fue deteriorando de modo progresivo.
Quizá, si no hubiera intervenido la siempre repúgnate pléyade de
abogados corruptos, que manipularon de malas formas aquel contrato firmada
entre nosotros dos: incluyendo cláusulas falsas –renuncian a los tribunales de
la criminal, cuando las vistas de separación se llevan por lo civil-, firmas
falsificadas, la tuya, ¡querida!, mal aconsejada por el borde del abogaducho que
tú y yo sabemos, etc., y, además, corrompieron a cuantos jueces se pusieron a
tiro que dictaron sentencias fantasmagóricas; tú y yo podríamos habernos
planteado un reencuentro de cara al futuro.
Pero aquello para mí fue duro, muy duro; entonces me enteré que la
justicia es para los poderosos y las leyes recaen con saña e inusitada crueldad
sobre la espalda de los débiles, y los débiles éramos nuestro hijo y yo, en
especial él. Ante el cariz que tomó “la cosa”, yo me cerré en banda y plateé mi
vida lejos de tu presencia, cuanto más lejos mejor, y así hemos vivido cada uno
por su lado, sin molestarnos. Donde está uno el otro desaparece, y
viceversa.
“¿Ya sabes tu hijo que fumas?”, fue mi última recriminación; te la
hice en la puerta del Café Moderno, la primavera pasada, cuando me paré a
saludar a una amiga mía y que estaba comiendo contigo y otras dos compañeras
más. Me sentó mal comprobar tu indolencia, tenías el corazón jodido y tú
liándola con total inconsciencia. En realidad no debería haberte dicho nada;
hace décadas que tú y yo conseguimos que abandonaras el tonto papel de princesita,
te lanzaste a la calle, a la lucha y te has pasado el resto de tu vida
combatiendo hasta el último suspiro. Pienso que los demás deberían aprender de
tu ejemplo, también yo, por supuesto que también yo, y nuestro hijo, y los
otros y los hijos de los otros. Y cuando alguien está inmerso en su lucha,
¿quién es quien para decirle que deje de fumar?, yo desde luego no; por ello te
pido disculpas.
Con mis atenciones, tu ex compañero.
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