viernes, 23 de marzo de 2012

PADRE E HIJO


 

Una foto dentro de otra foto complementándose, así es la continuación
de la vida cuando se hace armónicamente

          Aquel niño de carita ovalada y ojos negros achinados había tenido suerte al nacer, siendo acogido apasionadamente por su padre desde antes incluso de su nacimiento. A las tardes, durante el embarazo, al retornar del trabajo, el padre ponía sus manos en el vientre de la madre y le hablaba al niño; literalmente se le caía la baba de emoción, cuando la criatura respondía dando pataditas en el vientre de su progenitora, se supone que alborozado ante la llegada del hombre. Por el momento era la única forma de comunicación de padre a hijo, no existía otra, sin embargo era premonitoria del gran entendimiento al que llegarían a lo largo de sus vidas.

          Sus relaciones venían de largo, se conocían perfectamente desde hacía milenios, no en vano habían vivido cientos de reencarnaciones en las que los dos trabajaron codo con codo, y ese bagaje aporta unos grados de confianza y una intensidad entre ambos nada común. Se habían reconocido por mediación de sus vibraciones, que interactuaban en la proximidad y a través del cuerpo de la madre, y que pertenecen a ese maravilloso lenguaje de la energía mediante el cual los hombres saben en quienes pueden confiar. Ante su presencia, no hay dudas, la comunicación fluye precisa por cauces naturales y la comprensión es segura; es la dialéctica, la gran dialéctica socrática quien toma forma y estructura la comunicación, permitiendo que las almas hablen el armónico lenguaje del entendimiento.

          La criatura nació en una mañana radiante de sol y cielos azules de un mes de marzo, a la hora en que el astro estaba casi en lo alto del cielo; cuando el día alarga y la primavera despierta en su alba del año, cuando la naturaleza se despereza del tedio invernal tocando a maitines en su renacimiento a la vida exuberante, cuando las golondrinas recién llegadas surcan el espacio en vertiginosos vuelos. El padre asistió al parto y salió prendado de las impresiones recibidas, de ese maravilloso acto en el que la vida se entrega a la vida para renacer nueva vida; de esa fuerza vital mediante la cual la criatura muestra su disposición en la lucha por nacer, signos que delatan el poderío interior del neonato. A las dos horas de su nacimiento ya movía la cabeza de uno a otro lado, ya orientaba las “antenas” para recibir impresiones y reconocer las voces de quienes hablaban en la habitación de la maternidad.

          El padre sostenía que la educación de la criatura debía soportarse en la confianza total, aportarle seguridad para que él fuera desarrollando su propia confianza en sí mismo, dejarle hacer aunque pudiera romper alguna cosa, porque en realidad lo que el niño trataba era de aprender, a este aspecto argumentaba que los padres también rompen. En cuanto al cariño entendía que debía recibirlo de forma natural, sin zalamerías ni aspavientos, simplemente la criatura tenía que saberse querida y cuando le viniera en gana reclamar esa caricia, ese beso o esas palabras y dárselos incluso los tres a la vez. Pensaba que el mayor fracaso en la educación de un hijo era hacerlo reprendiéndole constantemente, o a base de bofetadas, levantarle la mano; a ese sistema le llamaba la doma de los potrancos, a la que por desgracia demasiados padres son tan afines, y que desde luego nada tiene que ver con la verdadera educación de los niños. A su mujer le tenía prohibido que tomara actitudes de maltrato hacia el niño, ya fueran físicas o verbales. Una regañina hay que hacerla en el momento preciso y con la intensidad necesaria, ni antes ni después y ni más ni menos intensamente, le argumentaba convincente.

La trama fue hilándose suavemente y el niño creciendo a su ritmo, las cosas marchaban por los cauces naturales de la sensualidad y los progresos del hijo en poco tiempo se hicieron ostensibles; todavía no había cumplido los dieciocho meses y la criatura ya tenía su material de dibujo que utilizaba sentado o tumbado en el suelo. Más tarde llegó la plastilina en sus primeras incursiones al modelado, lo de pintarrajear las paredes y muebles para desesperación de la madre y divertimento del hijo, también del padre que en ocasiones se reía por bajines, en otras abiertamente, actitud que, es indudable, tenía sus riesgos porque podía desencadenar un bronca memorable.

          Era una tarde de invierno, el niño ya tenía más de veinte meses, hacia un frío de espanto y decidieron no salir al parque; aquel día la criatura no correría tras las palomas, tampoco chapotearía en los charcos. En el salón de la casa el padre lee su revista semanal de la época, Triunfo, mientras la madre pegada a la televisión sigue el insulso programa de marras, y el niño dando vueltas como loco con un cochecito en la mano alrededor de la mesa de servicio. Ruum ruum ruum, corre que te corre imitando el coche de papá,  ruum ruum ruum corre que te corre de viaje a no se sabe dónde. ¡Calla hijo!, ordena la madre que escucha mal la televisión. Ruum ruum ruum corre que te corre alrededor de la mesa. ¡Estate quieto!, espeta la madre con cabreo e incomodada. El hijo ni caso, ruum ruum ruum corre que te corre de viaje por sus fantasías. ¡Papa, pégale al niño!, escupe la madre, evidentemente cabreada.

          El padre baja la revista y mira al niño, el hijo se para en seco y mira al papá, ambos se quedan enganchados con la mirada, sin palabras, al poco el hombre le sonríe haciéndole un guiño, al momento la criatura muestra la más hermosa de sus sonrisas. Vuelta la calma, los dos retornan a sus quehaceres, pero el papá observa por el rabillo del ojo mientras el hijo inicia el camino de la gratitud. Lentamente y con el coche rodando sobre la mesa se acerca al padre, de seguido lo abandona e inicia el ascenso por las piernas de papá, sin palabras se escurre por debajo de la revista ascendiendo por el pecho hasta ponerse de pie a la altura de la cabeza, rodeando con sus brazos el cuello de su progenitor se sumerge en el mayor abrazo de gratitud que padre alguno haya podido recibir jamás. El padre deja la revista y lo acoge, rodea al niño con sus brazos acariciándole la espalda y la nuca, así permanecen un buen rato. ¡Está todo bien, hijo!, le susurra al oído; si papá, contesta la criatura. El niño inicia el retorno hacia sus fantasías, desanda el camino, coge el coche y ruum ruum ruum de viaje al país de nunca jamás.

          Aquella noche hubo palabras mayores entre los miembros de la pareja; por supuesto no hicieron el amor, no hay hombre que pueda con una mujer cabreada. Ella, continuaba con su gran enfado, le recriminaba haberla dejado en situación delicada ante el hijo; él, le recordaba, una vez más, lo cerca que están los padres en dejarse llevar por su egoísmo para emprenderla contra los hijos. A este respecto su recriminación fue terrible: conociendo mi pensamiento respecto a la educación de la criatura, jamás me hubiera esperado de ti semejante actitud; me he quedado sorprendido, más aún, estupefacto me has dejado, por no decirte asustado. ¿se puede saber que clase de locura se ha adueñado de ti, para pedirme semejante barbaridad? Qué sentido tiene querer imponer lo imposible, luego te quejas de que el hijo está loco conmigo y que a ti no te hace ni puto caso cuando estoy yo, ¿de qué diablos te lamentas? En realidad las mujeres sois tan absurdas, que obligáis a los padres a ejercer de ogro con los hijos, para ser vosotras las maternales protectoras de la prole, lo jodido es que los idiotas de los maridos les hacen caso; y ¡claro!, tú no has podido abstraerte a ese patético juego, y digo juego por no decir palabras mayores. 

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