Recuerdas
que guapas eran nuestras muchachas. –Comenta un hombre mayor a su amigo, que permanece
sentado en un banco de la Calle Portales de Logroño leyendo el periódico local.
El amigo levanta la mirada al tiempo que esboza una leve sonrisa, no exenta de
una incierta melancolía, mientras que con un gesto de la mano derecha invita a
su interlocutor a sentarse a su lado. –Sí, -responde escuetamente mientras
pliega el diario parsimonioso, de seguido prosigue danzándoles los ojos,
-aquellas chicas las recuerdo como si fuera ayer mismo, eran preciosas. Tenían
la luz en la mirada de los diecisiete o dieciocho años, la epidermis fresca,
turgente, llena de vida; cuando reían parecían campanillas en día de fiesta y
se apasionaban en el amor tanto como nosotros. Pero el tiempo las ha borrado de
la faz de la Tierra, del mismo modo que la riada arrasa las riberas del río; de
aquellos rostros juveniles no queda ni rastro, ahora todo es decrepitud, dolor
y enfermedad. –Como nosotros, -interviene el hombre, -fíjate en nuestras caras,
las cuencas de los ojos hundidas como cuévanos, en las arrugas que nos surcan
el rostro, y en el cuerpo sólo nos queda barriga fofa, músculos caídos y
deformidades por doquier. Sin darnos cuenta hemos hecho de la vida una carrera
tonta contra la belleza, tendrían que fusilarnos.
-Un
poco exagerado me pareces, son avatares de la existencia, ya conoces la frase:
“si deseas un cadáver hermoso, muérete joven”; nosotros no lo hemos hecho,
luego tenemos que apechugar con lo que nos venga. Además algo habremos
aprendido en este largo periplo de la vida, no sólo a beber vino, porque tontos
no somos. –Amigo, el que nace bobo se pasa la vida practicando, y, que se sepa,
tú y yo nos las hemos ingeniado bien; quiero decir que hemos sabido estar a la
altura de las circunstancias, defender nuestros puntos de vista, valernos con
dignidad en la vida y, en especial, saber elegir puntualmente a nuestras
mujeres. ¿Recuerdas los devaneos que te llevabas con Pili, aquella muchacha
alta que te sacaba un palmo y tú asegurabas que sólo eran dos dedos?, qué risas
nos llevábamos los amigos contigo y tu relación con ella. Llegaste a calzarte zapatos
con plataforma y tu madre tuvo que comprarte un par de pantalones nuevos para
que no se vieran las plataformas. –No me
cuentes, que me pasé dos años loco por Pilar; es que era guapa, muy atractiva,
además tenía unos pechos impresionantes. –Estoy de acuerdo, su cuerpo era espectacular,
todo el mundo se volvía a mirarla, y la cara preciosa. Al final te fuiste a
Bilbao a estudiar económicas y allí se terminó la historia. –Igual te sucedió a
ti, andabas embebido en las babas de Carmen, ¡qué ojos tan negros y profundos!,
cuando miraba parecía que te iba a taladrar. –No me cuentes, que yo volvía
ciego a casa de tanto mirarla. –Pues como te decía, que si el uno a Madrid que
si el otro en Logroño, total que también la acabasteis en el mismo año.
-Luego
de unos segundos de incertidumbre, prosiguió el hombre. -Nosotros no lo
sabíamos entonces, pero el último año de bachiller fue el de la disgregación de
nuestras muchachas, incluso de la cuadrilla desaparecieron algunos amigos para
siempre. En la universidad aparecieron nuevas chicas, pero ya no era lo mismo,
esas no tuvieron que aprender con nosotros, ya estaban enseñadas. Aunque
pensándolo bien tanto mejor, así era más sencillo. –Y nosotros también habíamos
aprendido a lidiar con las historias del amor, mi primer año en la universidad
fue terrorífico, todavía no sé ni cómo conseguí aprobar el curso completo. –Se supone
que por inteligencia; no te vayas a pensar, que a mí también me sobró poco…
En
estas permanecieron un buen rato sentados en el banco, rememorando historias
pasadas, rebuscando en la memoria precaria del tiempo pasado, poniendo al día
vivencias que en su momento sirvieron para ir puliendo las personalidades de
cada uno; perfilando los caminos futuros de la amistad de la que harían gala el
resto de sus vidas, dado que, en estos tiempos, cuando andan próximos a cumplir
los ochenta años, todavía quedan todos los días en la Calle del Laurel para
tomar sus vinos de forma metódica, espaciadamente, chiquiteando con la
cuadrilla, sin buscar otro fin que no sea compartir unos cuantos ratos de
amistad al socaire del aroma del vino de nuestra tierra. Y es que el vino hay
que compartirlo con quien sabe beberlo, con quien sabe respetarlo y reverenciarlo,
con obligada amistad.
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