Anselmo cosas y hechos
de mi vida X
Los niños del pueblo jugábamos a las tardes en la plaza, solíamos
hacerlo todos juntos, sin distinciones de edad, éramos pocos y nunca estábamos al
completo, siempre faltaba alguien puesto que bien uno o bien otro tenían algún
trabajo por hacer, pero según iban terminando aparecían por allí y se sumaban
sin problemas. Uno de mis trabajos consistía en recoger a la vaca lechera a su
regresar de la dehesa y llevarla al abrevadero, viaje que aprovechaba para hacer
el segundo, llenar el botijo a fin de que hubiera agua fresca en la cena, así
que de un tirón yo hacía mis dos trabajos diarios de la tarde y listo, a jugar de nuevo se ha dicho. El agua fresca era el elemento imprescindible cuando regresaban
las yuntas, tanto mi padre como el criado llegaban con sed, la boca reseca por
el polvo del campo y era el agua quien les ponía a tono y se las limpiaba. De
seguido pasaban al vino, a tales efectos en mi casa siempre había un boto, de
los del Quijote, de vino aragonés, de Gotor, un pueblo cerca de Calatayud. Mi padre llenaba la bota y ya
tenían el vino fresco para echar un buen trago; los dos hombres y el pastor comían con vino, en especial mi progenitor a quien le
gustaba bastante, el resto de la familia lo hacíamos con agua de la fuente.
Hacer mis trabajos me llevaba poco tiempo, era tan chico que no podía
hacer nada más a excepción de algún recado que otro, así que enseguida estaba
listo para irme a jugar, nos reuníamos en la plaza y después de andar un buen rato chinchándonos
entre nosotros terminábamos jugando a “Tres Navíos en el Mar”; por un lado
estábamos los pequeños, a quienes de cuando en cuando nos endosaban al hermanito de
Loles, pero era muy chico y no lo queríamos, así que le dábamos de lado como
buenamente podíamos porque con él nos descubrían enseguida; los habituales de mi
grupo éramos Loles, Carmen y yo, y por el otro iban mi hermana Lola, Conchita
y mi hermano Alejandro o algún otro chico y chica, dependiendo del día nos reuníamos
más o menos los mismos aunque nunca estábamos al completo. Eran otros tiempos y aquellos trabajos
que nosotros hacíamos entonces hoy en día le llamarían explotación infantil,
grave error por cierto; las condiciones eran muy diferentes, vivíamos en una
economía de supervivencia y en consecuencia todo el mundo tenía que echar una
mano en la medida de lo posible, además con ello conseguían que los niños nos
acostumbráramos al trabajo cotidiano.
Teníamos nuestros escondites preferidos, a mi "novia" y a mí nos gustaba
sobremanera el horno del Kiko, poníamos a Carmen de escudo y nosotros
aprovechábamos para cogernos de la mano y apretarnos un poquito estando los dos
protegidos detrás de ella. Nos gustaba, era muy breve pero nos gustaba a los
dos; a Loles se le ponía la cara de rosa y cuando nos descubrían estaba
turbada, salíamos corriendo y nadie se daba cuenta de lo sucedido, y menos
Carmen a quien engañábamos entre los dos con suma facilidad. Nada de
movimientos extraños, nada de ruidos innecesarios, nada que delatara nuestra
atracción mutua. Éramos dos niños pero habíamos aprendido muy bien los secretos
del silencio, si no deseas que se sepa no hables, no des ninguna pista, cállate
y actúa con máxima discreción. Pero en el pueblo se sabía, todo el mundo
conocía nuestro noviazgo, y se reían de nosotros y nos tomaban el pelo y Loles
callaba y yo me enfadaba y me encaraba con los mayores, y algún mayor se sobrepasó alguna
vez conmigo y me dio un sopapo, pero yo seguía haciéndoles frente, no me
gustaba que mi romance estuviera en boca de todo el mundo.
Tampoco cambiaron mucho las cosas una vez me asenté en Logroño, la
represión era tan bestial que azotaba despiadadamente a todo el país, eran los
tiempos opacos de aquella “España, reserva espiritual de occidente”, los sacerdotes
eran los dueñas de las calles y la situación no permitía demasiadas alegrías a
la juventud, que sufríamos el martilleo incesante del pecado carnal, del
anatema, de la excomunión, en definitiva de la exclusión social, ¡miserables!
La ventaja de Logroño consistía en que ni la gente y ni mis padres supieron
nunca de mis amores con Carmen, nosotros hacíamos y deshacíamos como podíamos pero
las condiciones de la ciudad nos permitían ser “invisibles” a los ojos de la
sociedad, y el sentido de solidaridad de nuestros amigos y amigas hacía el
resto. Hoy por ti mañana por mí, hacíamos piña de grupo, de discreción, de
solidaridad unos con otros y gracias a ello pudimos sobrevivir con dignidad.
Por supuesto que siempre estaba encima de nosotros la odiosa espada
represiva de Damocles, no tenéis ni idea de cuánto odio a ese tipo, al estúpido
Damocles. Sólo era un adulador, un pelota, un ambicioso del poder, la buena
mesa y mejores mujeres; un tipo con un espíritu raquítico, de los que asustan
por cortito el pobre, de mirada estrecha y horizontes a un palmo de las
narices. Además fue un cobarde, en cuanto vio la espada colgada del pelo de la
crin del caballo se le quitaron las ganas de gozar de la vida, colapsado de
pánico se quedó el pobre. Pero nosotros, en la época que nos tocó vivir, aun a
pesar del peligro, seguíamos viviendo, sintiendo, gozando de nuestra indolente juventud, de nuestros múltiples divertimentos, en definitiva de nuestra atracción mutua, ella atraída en mí y
yo atraído en ella, y qué bien nos sentaba a los dos.
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