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| Quizá la vida sólo sea un vuelo al amanecer, al encuentro con la luz. |
Sin embargo la temática y el trasfondo de las dos leyendas que nos
ocupan nada tienen que ver entre sí, mientras que en “El Monte de las Ánimas”
asistimos al penoso espectáculo de la muerte y la locura de sus dos protagonistas;
consecuencia de la actitud caprichosa de la mujer, que valiéndose de su poder
de seducción empuja al hombre por los caminos de la destrucción. Aunque si podemos
comprobar que el amor está manifiesto en la leyenda, es una constante en la
obra literaria de Bécquer, pero es mal entendido y peor interpretado por los dos
jóvenes, quienes atienden a los caprichos y deseos propios de la juventud y
cuyos resultados, en consecuencia, son desastrosos. El amor no es
indestructible, antes bien es frágil como el cristal. Por el contrario, en “El
Rayo de Luna”, nos hallamos ante la idealización del amor platónico,
espiritual, llevado al paroxismo en los momentos de plenitud total sentida en
el alma del protagonista, Manrique. Y es mediante el rayo de luna, la luz, del
que el poeta se sirve para hacer emerger su grandiosa espiritualidad, que, es
indudable, permanece asociada a la claridad y clarividencia del amor platónico.
Y digo “clarividencia del amor
platónico”, a riesgo de ser mal interpretado por la pléyade de gentes obtusas que
se obstinan en considerar a Bécquer un romántico trasnochado y empedernido,
poetilla de rima facilona y de cuantas necedades tengan a mal tildarle. En la
tradición espiritual coránica permanece arraiga la idea de que en cada siglo
aparece un profeta para el bien de la humanidad, personaje que se encarga de
actualizar y transmitir la gran espiritualidad del ser, reinterpretándola a los
usos de la gente de su tiempo, ponerla al día expresándola en lenguaje popular,
culto, para que sea aceptada por las personas como una parte más de su “si
mismo” e integrada en el acerbo cultural de los pueblos. Tendremos que pensar
que ese “profeta” no nace bajo el signo de ninguna religión, simplemente su
trabajo consiste en hacer humanismo desde el lugar geográfico en el que nace, aunque
por tradición familiar sea educado en alguna de ellas.
La espiritualidad y el humanismo,
el segundo nace de la primera, son integradores del elemento humano: “todos a
una al encuentro de la ansiada evolución espiritual”, parecen decir los grandes
maestros en sus mensajes renovados siglo tras siglo; mientras que las
religiones, por definición, son clasistas y xenófobas, excluyentes, “sólo
llegarán al cielo quienes sigan nuestros preceptos. Los infieles no son
merecedores de conocer la gloria de dios”, aseveran desde sus odiosos púlpitos
los borrachos del poder y del oro, deseoso de someter a los hombres a los
principios de la esclavitud, la ignorancia y la incultura.
En alguno de mis trabajos tengo
escrito: “El desierto de los profetas, la soledad de los poetas”. Si tenemos en
cuenta que semánticamente desierto significa lugar solitario, entenderemos con
más facilidad la expresión citada, pues no existe mayor soledad que la del ser
solitario que la acepta voluntariamente. Además, ambos han tenido que recorrer
su particular travesía del desierto, el primero para preparar sus profecías que
a modo de poemas cortos, sentencias, irá vertiendo en las mentes de los hombres
y mujeres que pueblan la tierra; el segundo intentará emulsionar su concepción
filosófico poética de la vida, que a modo de poesía irá esparciendo por el
planeta, exhortando a los hombres para que presten atención a las necesidades
de su espíritu. Alguien me habló en su día en torno a la poesía que está
contenida en el antiguo testamento, fue a tenor de la expresión que yo
pronuncié: “los lirios del valle”; me limité a responderle que Moisés era un
buen poeta. El, sacerdote católico de profesión y gorrón por afición, quiso
aprovechar la ocasión para insistir sobre la ideología judeocristiana, pero yo
decidí cortarle por lo sano y le refuté: la poesía nada tiene que ver con las
religiones, ni tan siquiera la mal llamada poesía mística, cuyo concepto es
falso de raíz porque ha sido creado, “bautizado”, en nombre de los interese
ideológicos, particulares, de la iglesia católica y al margen de la gran
poesía.
De nuevo aparece aquí el concepto
“excluyente” de las religiones, que dicho sea de paso, no les duelen prendas
perseguir a los poetas siglo tras siglo. Es curioso el caso de Juan de la Cruz,
hoy en día en el santoral de la iglesia católica; quien estando detenido en un
convento de monjas de Toledo, hubo de comerse algunos de los papeles que
contenían sus poemas para ocultarlos de los inquisidores, que por sorpresa se
presentaron con la orden de registrar su celda y requisarle cuanto papeles
fueran precisos. No dudo que esta historia tiene bastante de fantasiosa, pero
sí me interesa reseñar que un poeta perseguido por la inquisición de su tiempo,
dos siglos después fuera elevado a los altares del catolicismo en nombre del
dios que le había encarcelado; lo cual nos confirma que en realidad a las
iglesias no les preocupa la poesía ni los poetas, menos su espiritualidad, sino
el mantenimiento ideológico y doctrinal caiga quien caiga. Pero si
espiritualidad y poesía andan de la mano, de ello no existen dudas, la
persecución a la primera incluye obligatoriamente a la segunda; luego, por
lógica, nunca podremos encontrar ningún atisbo de espiritualidad en los mal
llamados descendientes de los grandes profetas, pues ellos mismos se han
convertido en los enemigos del hombre y la libertad, en consecuencia de sus
enseñanzas.
Las aclaraciones que me he permitido
realizar en los puntos anteriores las entiendo de máxima necesidad, pues es
imposible entender la espiritualidad del hombre, dada la mísera educación recibida
desde los estamentos religiosos, en la que nos han secuestrado nuestra espiritualidad
de hombres dioses reduciéndonos al calamitoso estado de hombres míseros,
condenados al papel de meros esclavos frete al grandilocuente y vengativo dios
absoluto de las religiones. G. A. Bécquer es un hombre dios, su obra así lo
atestigua, pero no es el único, ni tampoco la excepción que confirme la regla;
hombre dios espiritualizados somos la mayoría de los seres humanos que poblamos
la tierra, a excepción de los eclesiásticos que manipulan desde los cetros de
sus iglesias y que si leyésemos el apocalipsis de Juan identificaríamos como
los concubinos de la gran prostituta.
Dicho esto, en los siguiente capítulos proseguiremos con la
espiritualidad de G. A. Bécquer, que en definitiva es la espiritualidad de todo hombre libre.
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| Contra el pronóstico de las iglesias no vivimos boca a bajo. Los hombres y mujeres libres miramos cara a cara a dios. ÉL NOS COMPRENDE. |


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