Nota previa: Os pido disculpas, pensé tomarme unas vacaciones en el mes de agosto y han sido también en setiembre y octubre, son cosas de la vida que aveces no sabemos por qué suceden, enfin, resueltos los problemas reinicio el "curso académico". Espero que disfrutéis. Gracias.
Eternamente
el mismo dilema, allí donde voy encuentro los elementos suficientes para
escribir algún artículo dedicado a la ciudad, a sus gentes, a su forma de ser
o, sin más, al modo de comportarse en la vida social. Se dice que esencialmente
el hombre es el mismo en todo el mundo, aserto que comparto pues tenemos
aceptado que el alma humana es universal, luego universalmente se expresa según
los juegos preestablecidos y el resultado es que existen ciertos tintes de igualdad
entre los hombres, al menos en el comportamiento y en las aspiraciones que los
mantienen esperanzados.
Toda
ciudad posee su encanto, eso es incuestionable, les sucede igual que al paisaje
y lo mismo que a las mujeres, en todo caso el problema es saber desentrañar la
magia de las cosas, de los seres y gozar de ella. Claro está que llegados a
esta situación ya no es problema, sino todo lo contrario; quiero decir que el
problema se le plantea a quienes no saben desentrañar el encanto de la vida,
las múltiples y cotidianas sorpresas agradables que la mera existencia nos
regala día a día. Ya sé que escuchar una afirmación de esta magnitud en torno a
la ciudad en la que se vive suena a quimera, ¡qué se lo pregunten a los
valencianos, cansados de las rutinas de la mismas calles, las mismas gentes,
los mismos ambientes! Se afirma que el gran descanso de las vacaciones se
produce al romperse el tedio de la rutina, olvidado el entorno inmediato de la
ciudad en la que se vive -p.ej, Logroño, ciudad que yo habito-, la mente se
libera y viaja al encuentro de lo novedoso, de lo exótico, o séase, hace lo
mismo que hicieron en su día los viajeros románticos.
Conviene
no confundir la forma de viajar de aquellas gentes con el fenómeno de masas en
que se ha convertido el turismo actual, pensemos que el último es una
consecuencia masificada del primero y, por supuesto, descafeinada. Los viajeros
del romanticismo dedicaron su esfuerzo a descubrir los valores de la etnografía
de los pueblos y la importancia de su patrimonio histórico cultural, poniéndola
a disposición de las generaciones futuras para su conocimiento y disfrute, y,
los turistas actuales, de modo incomprensible, se dedican a “retorcer” el
cuello a los valores que les legaron, al tiempo que retuercen el cuerpo de discoteca
en discoteca, o vagan en medio de las sombras de la indolencia mientras sus
cuerpos reposan tumbados horas y horas sobre la arena de la playa. Ni saben ni
desean saber nada de turismo cultural. Ya lo advertía a principios del siglo
pasado el magnífico escritor alemán Herman Hesse, haciendo hincapié en las
malas formas, la indolencia y la escasa formación cultural de los primeros
turistas, todos ellos pertenecientes a la alta burguesía europea de la época. En
alguno de sus escritos el autor hace importantes reflexiones al respecto, en
especial a las diferencias entre la filosofía que anima al viajero en su empeño
de aprender y la indolencia de los turistas por su obsesión del disfrute.
Valencia
no podía ser una excepción, es innegable que a ella vienen gentes de lo más
variopinta en busca de asueto, divertimento y la desconexión necesaria de las
rutinas de la vida cotidiana. También, es necesario añadir, que a esta ciudad
se acercan otras gentes animadas por su historia, sus monumentos, museos, sus
habitantes y sus costumbres; o por sus paisajes ya sean marítimos, de litoral o
de interior; ya se traten de campos de cultivo, arrozales en torno a la Albufera,
o de naranjales que se extienden de norte a sur sembrando las vegas de verdes y
frondas adornadas con los pendientes amarillos de los frutos; o ya sea para
admirar la vegetación que explosiona por doquier al socaire de las condiciones
climatológicas que tan propiciamente se dan en esta tierra de privilegio… Yo no estoy acostumbrado, por supuesto
que no, a tomar una naranja del árbol y llevármela a la boca luego de llenarme
de su perfume de azahar, porque las naranjas en el árbol huelen a azahar.
Mi
procedencia riojana me tiene acostumbrado a otros aromas, olores de uva y de
vino, de melocotón y albérchigos, de nueces y almendras, de manzanas y peras,
olores de huerta y secano, de pastizales y bosques, que en buena medida
determinan los contrastes de mi región, que son sus atributos, sus señas de
identidad. El azahar, a parte de otros, determina el contraste, el atributo y
la identidad de Valencia, porque a lo largo de la historia sus gentes a sí lo
han querido, por ello han trabajado creando riqueza, haciendo huertas del
erial, plantando naranjos en eras explanadas en las laderas de los montes…
¡Umm, con las naranjas de Valencia!
Sí,
es una laguna de agua dulce cuando hace tres siglos era de agua salada. La zona
salinera y pescadora que fue en el pasado se ha convertido en arrocera. Sí,
¡claro!, hablo de La Albufera, ¿de qué podría hablar si no fuera de La
Albufera?, ¿cuántas transformaciones tan radicales como la citada conoce el
lector?, personalmente yo ninguna otra. Sorprendente, ¿verdad?, desde luego que
sí. De nuevo el trabajo y la insistencia de los hombres en acción a la
consecución de la supervivencia humana, de nuevo la insistencia del hombre a la
busca de la riqueza para preservar su vida y la de su prole, de nuevo el hombre
nuevo transformando el paisaje en provecho propio. Y en esta ocasión su
esfuerzo es recogido en las fuentes de la literatura de la mano de Vicente
Blasco Ibáñez, “Cañas y Barro”, para ser reconocido a nivel regional, nacional
e internacional, donde el enfrentamiento de las generaciones es manifiesto y
los ancianos se apartan de mala gana y refunfuñando para dejar pasar al empuje
de la juventud, la de sus hijos. Pasado y futuro en contraposición, lo que fue
deja de ser para crear una nueva forma de ser.
También,
a veces, Valencia huele a azahar y azaleas y a mimosas y laurel. ¿Qué sé yo
cuantos olores tienen?, ¿tantos como parques o como mujeres transitan las
calles de sus poblaciones? Estamos ante el juego de las impresiones, las que
recibe un viajero que por enésima vez camina las aceras de su ciudad más
importante, o sus placetas, sus bulevares o las callejuelas del barrio del
Carmen. Sí, ese hermoso barrio que conforma el latir de la ciudad, que fue su
corazón y aún hoy en día continua siéndolo aún a pesar de las siglos
transcurridos, y que han ido dejando la piedra esculpida en señal del obsequio
de su presencia. Porque es un regalo a la vista -¿qué digo?, al alma-,
contemplar la piedra, primorosamente trabajada, retorciéndose a medida que
asciende por las columnas de la Lonja, o la bella estampa del Mercado Central,
de amplias naves y techos altos, y cuyas señas de identidad es el hierro unido
a base de remaches. ¿Cuántos golpes eran necesarios para colocar un remache de
esos?, me pregunto.
El
cansino trabajo de los hombres levantó la ciudad, el cansino transitar de las
generaciones la amplió. El cansino esfuerzo, unido a la insistente constancia,
han creado las condiciones de una ciudad que se esfuerza mirando hacia las
generaciones que llegarán en el futuro. Es ley de vida, amigos, si queremos un
futuro tendremos que trabajar el presente, aserto que parece ser la máxima de
sus habitantes, y así vemos como la ciudad crece ampliando sus límites hasta lo
inimaginable. No es un fenómeno único, por supuesto que no, pero si es
característico de esta ciudad constatar su crecimiento cultural, a la vez que
preserva la cultura recibida de sus ancestros, la etnográfica, una de cuyas
demostraciones tuve la fortuna de contemplar en el desfile del día de la
Comunidad. Para mí, que hasta entonces sólo las había visto en la televisión,
presenciar el desfile de las comparsas de moros y cristianos fue todo un lujo.
Y hablando de cultura me pide el cuerpo tocar el tema del idioma, la lengua madre. Yo, que soy castellano parlante, en mis viajes por el país siento un placer inusitado cada vez que escucho a las personas expresarse en su idioma materno; y luego de darle cientos de vueltas a la problemática he llegado a la siguiente conclusión: “A todo hombre le asiste el derecho a expresarse en su lengua madre y los demás tenemos la obligación de respetarle”. Digo esto porque estando en una mesa redondo sobre la Albufera y cuando el segundo orador lo hizo en valenciano, una mujer lo interpeló pidiendo que se hiciera en castellano, de inmediato un segundo asistente entró en el debate apoyando su argumentación en el hecho de que allí estábamos dos personas de Logroño, se trataba de un conocido nuestro y nosotros dos nos callamos, otra cosa no podíamos hacer. Pero sí me obligó a intervenir en el coloquio, más que nada fue una escusa para expresar la frase que arriba reproduzco y dejar clara mi posición ante el auditorio.
A la salida tuvimos nuestro debate personal, porque yo no estoy dispuesto a que
nadie hable en público por mí y menos cuando se defienden actitudes culturales
que están enfrentadas a las mías. Yo no lo comprendí del todo, el hombre es de
Valencia y me cuesta entender que haya gente que renuncia a su lengua madre en
favor de ciertos y dudosos posicionamientos políticos, menos si son arcaicos y
que por fortuna para nuestra sociedad ya no volverán. El idioma es el más importante
acervo cultural de un pueblo, en él se condensa el modo de vida y el modo de
pensar del colectivo que lo habla, por sí mismo determina el concepto
filosófico y la forma de pensar de quienes se comunican usándolo de lengua
madre. Bajo ningún concepto, por el bien del idioma, debería usarse como arma
política, y esto lo digo con el corazón en la mano. Días antes había estado yo en
un recital de poesía, en el edificio de Filología de la U.V., la presentadora
del acto se expresó en valenciano y allí no paso nada, ¿por qué había de
suceder?, si los que asistimos estábamos de acuerdo de antemano.
La
belleza se manifiesta espontáneamente en todas las manifestaciones de la vida,
le sucede igual que a la poesía. Todo depende de los ojos que miran, si miramos
con los del alma las encontraremos a cualquier hora del día, pero si nos
hacemos los ciegos y sólo miramos con los de la cara nos las hallaremos en la
vida. Ver para creer, porque a veces el mundo parece haberse vuelto al revés,
esa es la cuestión de la contradicción de la vida. Hoy hemos estado una amiga y
yo en El Palmar, allí nos paseamos a lo largo de la Acequia Real y de otras
acequias, también hemos recorrido las tres calles de la población y más
contentos que unas castañuelas nos sentamos dispuestos a degustar una magnífica
paella tradicional, de pollo y conejo, cocinada al gusto de la zona, estaba
impresionante. Por más que se empecinen los cocineros del Norte, nunca sabrán
darle el toque final de la gente de aquí, y esto es lo de siempre, amigos, cuando
un plato pertenece a la cocina tradicional de un pueblo, nadie ajeno a esa
cultura podrá superarlo.
El
viaje ha sido de exprofeso bajo el propósito de llenarme de sensaciones para
este artículo. Mi acompañante ha querido meterse a poeta, ofreciéndome un viaje
idílico en barca por la Albufera y yo le he dicho que nones, que mi estancia
allí perseguía otros objetivos. Ante su insistencia me ha forzado a confirmarle
que mi trabajo es mi trabajo y que yo no permito que nadie me diga como debo
realizarlo, y menos que alguien intente dirigir mi mundo de las sensaciones
interfiriendo con propósitos ajenos a mi primera intención, a no ser que surja
algo excepcional… Y, efectivamente, así ha sido, antes de levantarnos de la
mesa han abierto las puertas de la Iglesia, estábamos sentados en la terraza de
enfrente, e inmediatamente ha sonado la modesta campana con voz de chiqueta. Algo
extraordinario sucede, me digo par mí mismo, no es normal que las puertas de la
iglesia se abran a las cuatro de la tarde.
Poco
a poco el personal se ha ido acercando, los hombres permanecen en la calle
mientras las mujeres van llenando el diminuto templo; algunos músicos aparecen
con sus instrumentos y un hombre mayor porta un estandarte, de cuya punta
penden numerosas cintas de colores. Esto sólo puede ser un entierro, le comento
a mi compañera de mesa. Luego de un breve intercambio de ideas concluimos que
efectivamente se trata de un entierro. Y así es, poco después aparece el coche
funerario y nuestras dudas se disipan… Me ha llamado la atención el homenaje
popular dispensado al difunto y su familia, difunta en este caso pues se
trataba de una mujer de novena y cinco años. En fila los hombres pasan delante
de los familiares mostrando su pesar, las mujeres esperan en interior de la
iglesia, al tiempo que la orquesta interpreta un himno para nosotros
desconocido. Terminado el sencillo acto los familiares pasan al templo, y los
músicos y hombres se disgregan, incluido el hombre del pendón que lo devuelve a
la sede de la banda de música. Le he abordado y el hombre gentilmente me habla
acerca del significado del homenaje: “se le hace a todos los familiares de la
gente que pertenece a la banda”. A modo de puntualización me comenta que la
Banda de Música de El Palmar, es la asociación más antigua de Valencia después
del Tribunal de las Aguas.
Discretamente,
desde la entrada, me he sorprendido ante la belleza del pequeño templo, barroco
e impoluto, barroco el altar mayor y barrocos los minúsculos altares que le
escoltan a lo largo de las paredes laterales… Y no era mi intención terminar el
artículo de esta manera, había imaginado acabarlo desde la Albufera, mirando al
sol, en la puesta de sol, esperando a las estrellas de la noche, que es
indudable acudirán a su cita diaria. Pero los duendes son los duendes y ha
surgido algo excepcional, una vez más he sido testigo del relevo de las
generaciones, lo cual me ha permitido acercarme, in situ, a la obra de Vicente
Blasco Ibáñez, “Cañas y Barro”, en la que y ante la diferencia de apreciaciones
entre generaciones, acaba imponiéndose la de Tòni, si bien siempre existirá un
Tonet que llegará dispuesto a destruir el esfuerzo de sus antecesores.
Valencia, Octubre, 2011
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