viernes, 4 de noviembre de 2011

IMPRESIONES DE MI VIAJE A VALENCIA




Nota previa: Os pido disculpas, pensé tomarme unas vacaciones en el mes de agosto y han sido también en setiembre y octubre, son cosas de la vida que aveces no sabemos por qué suceden, enfin, resueltos los problemas reinicio el "curso académico". Espero que disfrutéis. Gracias.


Eternamente el mismo dilema, allí donde voy encuentro los elementos suficientes para escribir algún artículo dedicado a la ciudad, a sus gentes, a su forma de ser o, sin más, al modo de comportarse en la vida social. Se dice que esencialmente el hombre es el mismo en todo el mundo, aserto que comparto pues tenemos aceptado que el alma humana es universal, luego universalmente se expresa según los juegos preestablecidos y el resultado es que existen ciertos tintes de igualdad entre los hombres, al menos en el comportamiento y en las aspiraciones que los mantienen esperanzados.

Toda ciudad posee su encanto, eso es incuestionable, les sucede igual que al paisaje y lo mismo que a las mujeres, en todo caso el problema es saber desentrañar la magia de las cosas, de los seres y gozar de ella. Claro está que llegados a esta situación ya no es problema, sino todo lo contrario; quiero decir que el problema se le plantea a quienes no saben desentrañar el encanto de la vida, las múltiples y cotidianas sorpresas agradables que la mera existencia nos regala día a día. Ya sé que escuchar una afirmación de esta magnitud en torno a la ciudad en la que se vive suena a quimera, ¡qué se lo pregunten a los valencianos, cansados de las rutinas de la mismas calles, las mismas gentes, los mismos ambientes! Se afirma que el gran descanso de las vacaciones se produce al romperse el tedio de la rutina, olvidado el entorno inmediato de la ciudad en la que se vive -p.ej, Logroño, ciudad que yo habito-, la mente se libera y viaja al encuentro de lo novedoso, de lo exótico, o séase, hace lo mismo que hicieron en su día los viajeros románticos.

Conviene no confundir la forma de viajar de aquellas gentes con el fenómeno de masas en que se ha convertido el turismo actual, pensemos que el último es una consecuencia masificada del primero y, por supuesto, descafeinada. Los viajeros del romanticismo dedicaron su esfuerzo a descubrir los valores de la etnografía de los pueblos y la importancia de su patrimonio histórico cultural, poniéndola a disposición de las generaciones futuras para su conocimiento y disfrute, y, los turistas actuales, de modo incomprensible, se dedican a “retorcer” el cuello a los valores que les legaron, al tiempo que retuercen el cuerpo de discoteca en discoteca, o vagan en medio de las sombras de la indolencia mientras sus cuerpos reposan tumbados horas y horas sobre la arena de la playa. Ni saben ni desean saber nada de turismo cultural. Ya lo advertía a principios del siglo pasado el magnífico escritor alemán Herman Hesse, haciendo hincapié en las malas formas, la indolencia y la escasa formación cultural de los primeros turistas, todos ellos pertenecientes a la alta burguesía europea de la época. En alguno de sus escritos el autor hace importantes reflexiones al respecto, en especial a las diferencias entre la filosofía que anima al viajero en su empeño de aprender y la indolencia de los turistas por su obsesión del disfrute.


Valencia no podía ser una excepción, es innegable que a ella vienen gentes de lo más variopinta en busca de asueto, divertimento y la desconexión necesaria de las rutinas de la vida cotidiana. También, es necesario añadir, que a esta ciudad se acercan otras gentes animadas por su historia, sus monumentos, museos, sus habitantes y sus costumbres; o por sus paisajes ya sean marítimos, de litoral o de interior; ya se traten de campos de cultivo, arrozales en torno a la Albufera, o de naranjales que se extienden de norte a sur sembrando las vegas de verdes y frondas adornadas con los pendientes amarillos de los frutos; o ya sea para admirar la vegetación que explosiona por doquier al socaire de las condiciones climatológicas que tan propiciamente se dan en esta tierra de  privilegio… Yo no estoy acostumbrado, por supuesto que no, a tomar una naranja del árbol y llevármela a la boca luego de llenarme de su perfume de azahar, porque las naranjas en el árbol huelen a azahar.  


Mi procedencia riojana me tiene acostumbrado a otros aromas, olores de uva y de vino, de melocotón y albérchigos, de nueces y almendras, de manzanas y peras, olores de huerta y secano, de pastizales y bosques, que en buena medida determinan los contrastes de mi región, que son sus atributos, sus señas de identidad. El azahar, a parte de otros, determina el contraste, el atributo y la identidad de Valencia, porque a lo largo de la historia sus gentes a sí lo han querido, por ello han trabajado creando riqueza, haciendo huertas del erial, plantando naranjos en eras explanadas en las laderas de los montes… ¡Umm, con las naranjas de Valencia!

Sí, es una laguna de agua dulce cuando hace tres siglos era de agua salada. La zona salinera y pescadora que fue en el pasado se ha convertido en arrocera. Sí, ¡claro!, hablo de La Albufera, ¿de qué podría hablar si no fuera de La Albufera?, ¿cuántas transformaciones tan radicales como la citada conoce el lector?, personalmente yo ninguna otra. Sorprendente, ¿verdad?, desde luego que sí. De nuevo el trabajo y la insistencia de los hombres en acción a la consecución de la supervivencia humana, de nuevo la insistencia del hombre a la busca de la riqueza para preservar su vida y la de su prole, de nuevo el hombre nuevo transformando el paisaje en provecho propio. Y en esta ocasión su esfuerzo es recogido en las fuentes de la literatura de la mano de Vicente Blasco Ibáñez, “Cañas y Barro”, para ser reconocido a nivel regional, nacional e internacional, donde el enfrentamiento de las generaciones es manifiesto y los ancianos se apartan de mala gana y refunfuñando para dejar pasar al empuje de la juventud, la de sus hijos. Pasado y futuro en contraposición, lo que fue deja de ser para crear una nueva forma de ser.

También, a veces, Valencia huele a azahar y azaleas y a mimosas y laurel. ¿Qué sé yo cuantos olores tienen?, ¿tantos como parques o como mujeres transitan las calles de sus poblaciones? Estamos ante el juego de las impresiones, las que recibe un viajero que por enésima vez camina las aceras de su ciudad más importante, o sus placetas, sus bulevares o las callejuelas del barrio del Carmen. Sí, ese hermoso barrio que conforma el latir de la ciudad, que fue su corazón y aún hoy en día continua siéndolo aún a pesar de las siglos transcurridos, y que han ido dejando la piedra esculpida en señal del obsequio de su presencia. Porque es un regalo a la vista -¿qué digo?, al alma-, contemplar la piedra, primorosamente trabajada, retorciéndose a medida que asciende por las columnas de la Lonja, o la bella estampa del Mercado Central, de amplias naves y techos altos, y cuyas señas de identidad es el hierro unido a base de remaches. ¿Cuántos golpes eran necesarios para colocar un remache de esos?, me pregunto.


El cansino trabajo de los hombres levantó la ciudad, el cansino transitar de las generaciones la amplió. El cansino esfuerzo, unido a la insistente constancia, han creado las condiciones de una ciudad que se esfuerza mirando hacia las generaciones que llegarán en el futuro. Es ley de vida, amigos, si queremos un futuro tendremos que trabajar el presente, aserto que parece ser la máxima de sus habitantes, y así vemos como la ciudad crece ampliando sus límites hasta lo inimaginable. No es un fenómeno único, por supuesto que no, pero si es característico de esta ciudad constatar su crecimiento cultural, a la vez que preserva la cultura recibida de sus ancestros, la etnográfica, una de cuyas demostraciones tuve la fortuna de contemplar en el desfile del día de la Comunidad. Para mí, que hasta entonces sólo las había visto en la televisión, presenciar el desfile de las comparsas de moros y cristianos fue todo un lujo.

Y hablando de cultura me pide el cuerpo tocar el tema del idioma, la lengua madre. Yo, que soy castellano parlante, en mis viajes por el país siento un placer inusitado cada vez que escucho a las personas expresarse en su idioma materno; y luego de darle cientos de vueltas a la problemática he llegado a la siguiente conclusión: “A todo hombre le asiste el derecho a expresarse en su lengua madre y los demás tenemos la obligación de respetarle”.  Digo esto porque estando en una mesa redondo sobre la Albufera y cuando el segundo orador lo hizo en valenciano, una mujer lo interpeló pidiendo que se hiciera en castellano, de inmediato un segundo asistente entró en el debate apoyando su argumentación en el hecho de que allí estábamos dos personas de Logroño, se trataba de un conocido nuestro y nosotros dos nos callamos, otra cosa no podíamos hacer. Pero sí me obligó a intervenir en el coloquio, más que nada fue una escusa para expresar la frase que arriba reproduzco y dejar clara mi posición ante el auditorio.
A la salida tuvimos nuestro debate personal, porque yo no estoy dispuesto a que nadie hable en público por mí y menos cuando se defienden actitudes culturales que están enfrentadas a las mías. Yo no lo comprendí del todo, el hombre es de Valencia y me cuesta entender que haya gente que renuncia a su lengua madre en favor de ciertos y dudosos posicionamientos políticos, menos si son arcaicos y que por fortuna para nuestra sociedad ya no volverán. El idioma es el más importante acervo cultural de un pueblo, en él se condensa el modo de vida y el modo de pensar del colectivo que lo habla, por sí mismo determina el concepto filosófico y la forma de pensar de quienes se comunican usándolo de lengua madre. Bajo ningún concepto, por el bien del idioma, debería usarse como arma política, y esto lo digo con el corazón en la mano. Días antes había estado yo en un recital de poesía, en el edificio de Filología de la U.V., la presentadora del acto se expresó en valenciano y allí no paso nada, ¿por qué había de suceder?, si los que asistimos estábamos de acuerdo de antemano.


La belleza se manifiesta espontáneamente en todas las manifestaciones de la vida, le sucede igual que a la poesía. Todo depende de los ojos que miran, si miramos con los del alma las encontraremos a cualquier hora del día, pero si nos hacemos los ciegos y sólo miramos con los de la cara nos las hallaremos en la vida. Ver para creer, porque a veces el mundo parece haberse vuelto al revés, esa es la cuestión de la contradicción de la vida. Hoy hemos estado una amiga y yo en El Palmar, allí nos paseamos a lo largo de la Acequia Real y de otras acequias, también hemos recorrido las tres calles de la población y más contentos que unas castañuelas nos sentamos dispuestos a degustar una magnífica paella tradicional, de pollo y conejo, cocinada al gusto de la zona, estaba impresionante. Por más que se empecinen los cocineros del Norte, nunca sabrán darle el toque final de la gente de aquí, y esto es lo de siempre, amigos, cuando un plato pertenece a la cocina tradicional de un pueblo, nadie ajeno a esa cultura podrá superarlo. 

El viaje ha sido de exprofeso bajo el propósito de llenarme de sensaciones para este artículo. Mi acompañante ha querido meterse a poeta, ofreciéndome un viaje idílico en barca por la Albufera y yo le he dicho que nones, que mi estancia allí perseguía otros objetivos. Ante su insistencia me ha forzado a confirmarle que mi trabajo es mi trabajo y que yo no permito que nadie me diga como debo realizarlo, y menos que alguien intente dirigir mi mundo de las sensaciones interfiriendo con propósitos ajenos a mi primera intención, a no ser que surja algo excepcional… Y, efectivamente, así ha sido, antes de levantarnos de la mesa han abierto las puertas de la Iglesia, estábamos sentados en la terraza de enfrente, e inmediatamente ha sonado la modesta campana con voz de chiqueta. Algo extraordinario sucede, me digo par mí mismo, no es normal que las puertas de la iglesia se abran a las cuatro de la tarde.
Poco a poco el personal se ha ido acercando, los hombres permanecen en la calle mientras las mujeres van llenando el diminuto templo; algunos músicos aparecen con sus instrumentos y un hombre mayor porta un estandarte, de cuya punta penden numerosas cintas de colores. Esto sólo puede ser un entierro, le comento a mi compañera de mesa. Luego de un breve intercambio de ideas concluimos que efectivamente se trata de un entierro. Y así es, poco después aparece el coche funerario y nuestras dudas se disipan… Me ha llamado la atención el homenaje popular dispensado al difunto y su familia, difunta en este caso pues se trataba de una mujer de novena y cinco años. En fila los hombres pasan delante de los familiares mostrando su pesar, las mujeres esperan en interior de la iglesia, al tiempo que la orquesta interpreta un himno para nosotros desconocido. Terminado el sencillo acto los familiares pasan al templo, y los músicos y hombres se disgregan, incluido el hombre del pendón que lo devuelve a la sede de la banda de música. Le he abordado y el hombre gentilmente me habla acerca del significado del homenaje: “se le hace a todos los familiares de la gente que pertenece a la banda”. A modo de puntualización me comenta que la Banda de Música de El Palmar, es la asociación más antigua de Valencia después del Tribunal de las Aguas.


Discretamente, desde la entrada, me he sorprendido ante la belleza del pequeño templo, barroco e impoluto, barroco el altar mayor y barrocos los minúsculos altares que le escoltan a lo largo de las paredes laterales… Y no era mi intención terminar el artículo de esta manera, había imaginado acabarlo desde la Albufera, mirando al sol, en la puesta de sol, esperando a las estrellas de la noche, que es indudable acudirán a su cita diaria. Pero los duendes son los duendes y ha surgido algo excepcional, una vez más he sido testigo del relevo de las generaciones, lo cual me ha permitido acercarme, in situ, a la obra de Vicente Blasco Ibáñez, “Cañas y Barro”, en la que y ante la diferencia de apreciaciones entre generaciones, acaba imponiéndose la de Tòni, si bien siempre existirá un Tonet que llegará dispuesto a destruir el esfuerzo de sus antecesores.  
Valencia, Octubre, 2011







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